[dropcap]S[/dropcap]í. Nos acercamos a Semana Santa y la religiosidad de muchos se combina ahora con el ocio de casi todos. La línea fronteriza entre lo profano y lo católico aparece, no obstante, claramente delimitada aunque las procesiones sean, a la vez, momentos de culto y espectáculos turísticos.
No siempre fue así: las iglesias -de donde partirán en breve solemnes pasos artísticos, bandas de música y cofrades- se vieron obligadas en un momento de la Historia a alzar la voz emitiendo un riguroso ‘¡¡basta ya!!’ Las casas de oración se habían convertido en espacios de jolgorio. Como lo estáis leyendo. Vamos a verlo más despacio.
Al Papa Urbano VIII se le acabó la paciencia y en 1643 emitió un ‘breve papal’ para intentar frenar la cantidad de fiestas populares. Los santos se estaban convirtiendo en una excusa española insuperable. No tuvo mucho éxito la iniciativa católica… especialmente en ciudades como Salamanca. Sí, aquí mismo. La capital charra se quejó al Pontífice (en unión con el Obispado) y pidió mantener las festividades de la Concepción, San Juan de Sahagún, Santa Teresa, San Boal y San Roque, además de las ‘de guardar’. Anécdotas aparte, lo interesante es ver en qué se estaban convirtiendo los templos por entonces. Hablamos de finales del XVI y del siglo XVII.
«Hay que delimitar el ámbito sagrado», parecía decir la Iglesia (y sin parecerlo). ¿Pero, cómo hacerlo cuando se trabajaba, comía y hasta dormía en los templos? Complicado, sin duda. La curia eclesiástica se puso firme no sólo en parroquias, sino en cementerios (sorpresa, ahí también ); prohibió «realizar bailes y danzas, correr o capear toros, mantener relaciones con mujeres, efectuar comidas -incluso guisarlas-, convites, colaciones, caridades y refrescos; realizar tratos o ventas; reunirse los alcaldes para los procesos judiciales o celebrar concejos», tal y como señala el estudio de Francisco Javier Lorenzo Pinar sobre ‘Fiesta e intervencionismo eclesiástico’. ¿Daban tanto de sí las iglesias? Ya lo creo… y aún más. Veamos:
«…no se podría entrar con perros de caza, aves de cetrería, lanzas, escopetas ni otro género de armas salvo las espadas portadas habitualmente por adorno o costumbre. Tampoco se podría practicar esgrima, ni jugar a naipes, pelota, bolos, tejo, chueca, calva, argolla, barra, rueda, ballesta, birlos, berrón y mojón».
Casi nada. Las iglesias estaban a la altura del mejor bar. Como con guasa asegura Pinar, los clérigos, emulando al episodio de Jesús y los mercaderes del templo -y en función de esta nueva ordenanza-, no debían andarse con ningún tipo de chiquitas y echar a los instalados en las iglesias de toda vigilia previa a festividades religiosas (incluyendo, por supuesto, Semana Santa). El comportamiento parroquial quedaba especificado así:
«Los clérigos cerrarían sus puertas a determinada hora no permitiendo juegos, representaciones y bailes. La iglesia sólo quedaría abierta para la realización de las novenas o para rezar. A quien se le permitiese asistir a estas vigilias no se acostaría desnudo a dormir ni se ayuntarían las mujeres con los maridos en tales iglesias».
El celo religioso, harto de la juerga, se extendió más allá de sus fronteras, como una balanza para compensar. Y, así, la carambola le tocó a los taberneros cercanos a los templos. Por obra y gracia del despiporre previo, tuvieron prohibido «servir vino y naipes hasta concluir la misa». En Salamanca, los corregidores apoyaron la iniciativa y emitieron autos de gobierno para prohibir el juego con anterioridad a la misa del domingo y del día de fiesta.
Vamos, que se acabó lo que se daba, amiguitos.