Si alumbrado es la palabra que leemos u oímos, al alumbrado público se traslada de inmediato nuestra mente. Pero, además de ése y de su historia semanasantera, existe otro alumbrado mucho más próximo a doctrinas de pensamiento avanzadas para una época un tanto oscura. Un alumbrado con otro tipo de faroles que tuvo en jaque a la Inquisición y que en Salamanca estuvo liderado por, sí, una mujer. Vamos con las dos historias.
1.- Salamanca, ciudad de la luz… y de la poca iluminación en sus calles. Ésta se hizo de rogar y apareció, precisamente, en fechas semanasanteras. Cuando la noche caía a este lado del Tormes y las esquinas y rincones se vaciaban de ‘gente de buen vivir’ para dar paso a los del ‘lado del mal’, Salamanca se volvía territorio acotado al peligro, los buscavidas y a las sombras, mucho más insegura, apenas acompañada en su nocturno andar por la escasa luz que velaba a las imágenes de las capillas repartidas por el casco urbano.
Hubo que esperar al 8 de abril de 1784, con Vicente Saura y Saravia como corregidor, para ver instalados en la Plaza Mayor y aledaños pequeños reverberos. Y digo «hubo que esperar» porque este primer conato de modernidad lumínica respondía a una orden del Consejo de Castilla estableciendo el alumbrado nocturno ciudadano, orden fechada en 1777, siete años antes. Los reverberos utilizaban aceite; gracias a unos reflectores de latón que actuaban como espejo, la luz que emitían tenía más alcance e intensidad. Nada que ver con la brillante iluminación que a día de hoy acompaña, de Libreros a Compañía (por poner dos lucidos ejemplos), el imponente paso de las procesiones.
2.- Salamanca, ciudad de luz… y de pensamiento. Vamos a los otros ‘alumbrados’, los que se adelantaron a su tiempo y le salieron respondones a la férrea doctrina eclesiástica de la época. Los Alumbrados (o Iluministas) nacieron como movimiento en la Castilla urbana a comienzos del siglo XVI; lo hicieron amparados por los señores, los nobles y la rica burguesía. Con epicentro en Guadalajara y Toledo, liderados por cristianos nuevos de origen judío, los ‘alumbrados’ se extendieron con prontitud a otras ciudades, entre ellas Valladolid y Salamanca.
Fueron la piedra del zapato de la ortodoxia del momento, el enemigo más íntimo de la religiosidad imperante en España, el ‘grano’ que le salía a los piadosos sermones pascuales. Su libre pensamiento, su cercanía al erasmismo, caló hondo entre mercaderes, funcionarios y aristócratas. Estos últimos, ansiosos de renovación espiritual y de novedad, fueron sus grandes protectores… y les protegieron, sí… pero no se implicaron, no se pusieron a tiro ni en riesgo. Lo hicieron, en cambio, mujeres de menos alta cuna como la beata Francisca Hernández, la principal exponente del movimiento en Salamanca.
Dicen los escritos y los estudios sobre ella que fue «una especie de nexo entre muchas de las corrientes de principios del XVI». «De su boca (indica el análisis de Manuel de León) saldrían todas las acusaciones, las tendencias teológicas, las intenciones evangelizadoras, las nuevas formas de entender al hombre.
Mujer intuitiva y enamorada de la vida, presente y futura, fascinaba a quienes se acercaban a su lado». Tildada de obscena para la mentalidad de entonces, con fama de ser muy libre (sexualmente hablando), tuvo su propio proceso inquisitorial pero (atención) le echaron ahí una mano poderosa los franciscanos, que la tenían por gran sierva de Dios. El General de la Orden Franciscana por entonces, Francisco de Quiñones, y el futuro Papa Adriano de Utrecht, le facilitaron una primera escapatoria. Después, nada pudieron hacer y la beata, aunque llegó a delatar a algunos por «luteranistas», no se libró de la condena. Eso sí, formó parte muy importante y activa de lo que para varios investigadores fue la clave de la España moderna y agitó el ‘sosiego’ espiritual como estudiosa, mística y mujer sin complejos… y casi sin banderas.