Emiliano Jiménez fue niño de posguerra en Madrid. Profesor durante 50 años en la Universidad de Salamanca y creador de la Sala de las Tortugas, cuyas paredes albergan la colección más importante de Europa de tortugas.
[dropcap]C[/dropcap]uando comenzó la Guerra Civil yo aún no había nacido, así que sólo puedo decir lo que me contaron o las impresiones que me produjeron aquellos relatos angustiosos. ¡Porque lo fueron para unos y otros!
En casa de mis padres no ocurrió nada especial hasta unos días después, en que mi padre fue detenido por haber repartido propaganda durante las elecciones que ganó el Frente Popular. Lo llevaron a la tristemente célebre checa de San Antón, en el colegio-iglesia del mismo nombre, en la calle de Hortaleza. Allí estuvo hasta el día de la gran saca, cuando se decidió trasladar a los presos de Madrid a Levante. Tuvo la suerte de que el camión que le transportaba no fue por la «ruta de la muerte», razón por la cual hoy puedo escribir esto, al no ser fusilado mi padre en Paracuellos del Jarama. Mi madre no volvió a saber de él hasta terminada la guerra.
Muchas cosas contaba ella de sus peripecias durante aquellos tres terribles años. Muchas. Pero todas ellas reflejaban la gran generosidad, camaradería y solidaridad entre todos los vecinos de aquel edificio, donde años después nací. Los que eran «de izquierdas» defendieron e impidieron las tropelías de los grupos desbandados. A mi madre, que era muy sorda, la tenían que avisar cuando se oía la sirena de los bombardeos, que tenían como objetivo el próximo Ministerio de la Guerra o la Telefónica, para bajar a una carbonera que había en el patio, habilitada como refugio y conectada con otras, por si acaso… Finalizada la guerra, fueron los «de derechas» los que defendieron a sus vecinos y evitaron represalias…
Mi hermana, Petri, se había ido al pueblo el 3 de julio. Sus recuerdos de aquellos tres años son muy felices, como niña que era, con sus primos y amiguitos jugando y yendo a la escuela. Oyó hablar de violencias y vio el resplandor del incendio de unas casas, que quemaron unos vengativos desaprensivos cuando entraron los moros en Casavieja. Un recuerdo muy vivo en ella es que algunos días tuvo que andar descalza por la nieve, por la carestía del calzado y también de la ropa. ¡Y dice que nunca sintió frío! Muchos, muchos más conserva de sus ayudas en las faenas del campo, siempre con la alegría, compartida con los demás niños, de estar jugando a ser mayores.
Otras personas desplazadas de su hogar, justo antes del comienzo del gran conflicto, fueron mi suegra Pilar y mi cuñado Luis, niño entonces de tres años. Les pilló en el pueblo de ella, Somolinos (Guadalajara), donde habían ido a ayudar a la familia en las labores campesinas. Contaba ella que allí sí tuvieron problemas con la comida, por las frecuentes requisas del Ejército Nacional, que tenía que alimentar a los soldados del cercano frente. Se arreglaban con lo que podían, con hierbas y frutos del monte, cangrejos…, con lo que fuese.
Pero todo tiene su fin y aquellas penurias y angustias sin saber si los seres queridos vivían o no, terminaron el 1 de abril del 39, comenzando otra etapa, también de escaseces: la posguerra. Fue un tiempo de reconstrucción de los grandes vacios en todo orden de cosas y de –siempre ocurrió lo mismo– venganzas y represalias. Pero también de grandes perdones, de solidaridad y generosidad; de un deseo, sin olvidar, de que no se volviese a repetir aquella gran tragedia que fue la guerra, en la que no había familia que no contase sus muertos…
En esta época nací yo. Y mi Pili. Tanto en una casa como en la otra vivimos felices, arropados por el amor de nuestros padres y hermanos y la inolvidable compañía de los amigos de la infancia, la más duradera de las amistades. Comiendo lo que había. Me quedó el recuerdo de aquellas judías, de los duros garbanzos, de las lentejas limpias de piedrecillas… Mi madre, como todas las madres de entonces y de siempre, se afanaba porque su hogar estuviese limpio y de que no faltase un trozo de pan en la mesa, aunque fuese duro. «Más vale una vuelta en el plato –decía muchos días–, que ciento en la plaza«.
Y qué decir de mi padre, que trabajó día y noche, incansable, para que sus hijos fuesen más que lo que él había sido. Admiraba la Cultura, a los sabios… Él, que aprendió a leer en la «mili». Y lo mismo puedo decir de mi suegro. Me considero muy por debajo de su altura humana. ¡Como la de tantos y tantos de aquella generación, de un bando o del otro, llenos de ideales, que sufrieron los horrores de una guerra y murieron pidiendo a Dios que no se repitiese! ¡DESCANSEN EN PAZ!