[dropcap]N[/dropcap]o recuerdo si lo escuché en la prensa, lo vi en la radio o lo leí en la tele: “Las buenas historias solo les suceden a aquellos que las saben contar”. Para que esto ocurra se necesitan dos sencillos accesorios, capacidad para experimentar y vocabulario para narrarlo. Todos conocemos a alguien a quien sólo le suceden cosas extraordinarias. Probablemente, sólo probablemente, lo que ocurre es que cuentan sus experiencias de manera extraordinaria, probablemente, sólo probablemente, porque es así como lo vivió, o mejor dicho, lo percibió.
Esta cuenta se puede hacer exactamente igual pero al revés. Todos conocemos personas a las que se les amontonan los dramas. Una de las justificaciones que se puede ofrecer a este hecho es que el mapa personal del mundo por el que transita este “individuo” sólo le propone sendas demasiado angostas y escarpadas que garantizan tropezones, arañazos y fatigas.
Afrontar uno de esos puentes de soga y madera para cruzar un desfiladero a lo Indiana Jones hará que le tiemblen las rodillas a la gran mayoría de los humanos a excepción de aquellos locos que disfrutan de sus reacciones personales en el filo de la navaja. Y son minoría, no cabe duda. Son más quienes invierten su tiempo libre en actividades seguras como ver la tele que quienes saltan en paracaídas, hacen espeleobarranquismo o bucean entre tiburones. Dicen que el sofá es más seguro…
¿Quién no va a empatizar, entender o aceptar a cualquiera que diga “yo no podría saltar al vacío desde un avión, seguir el curso de un río dentro de una cueva o bucear entre depredadores marinos”? Puede ser incluso reconfortante para quién lo escucha, ya que con toda la precisión que cabe esperar de una estadística, es probable que el propietario de las orejas tampoco pueda. Identificación de semejantes y pertenencia ¿qué más se puede pedir?
Sucede que de forma absurdamente cotidiana se nos presentan escarpadas sendas, maltrechos puentes, oscuras cuevas, frías aguas, vertiginosos saltos y letales depredadores, en situaciones tan poco propias de estas definiciones como aceptar una invitación o invitar a una aceptación. O reconocer un error y pedir perdón. O regalar un te quiero o lanzar un ¿me quieres?
Todos estos comunes y frecuentes requerimientos en absoluto obligan a provisionar paracaídas de repuesto, chalecos salvavidas o ambulancias y aun así, la justificación estrella suele comenzar por el reputado ‘nopuedo’. En serio, casi nunca es cierto. Detrás se pueden esconder interminables trilogías, bizarros ensayos, tratados médicos, paramédicos y hasta paranormales si quieres. Desde luego resultan fácilmente vendibles en su versión de ‘nopuedos’, pero no lo son. Se llaman n-o-q-u-i-e-r-o-s.
Existe en el mercado, un magnífico antídoto para distinguir si el anestésico que corre por nuestras venas es de la familia de los antipoderum o de sus antagónicos antiquererum que se presenta en formato pregunta: ¿Qué me falta para poder…?
Para transformar “una castaña” en “la leche” basta con añadir agua, una pizca de sal y miel o azúcar. Exactamente lo mismo que para transformar lo ordinario en extraordinario, añadiendo.
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