Callejero comunero: Calle Villalar II

[dropcap type=»1″]L[/dropcap]a caballería real alcanzó al ejército comunero junto al puente de Fierro, a cinco kilómetros de Villalar. La victoria de los realistas fue rápida. En el fragor de la batalla, el dominico fray Juan Hurtado llegó a enronquecer a fuerza de exhortar a los imperiales para que no aflojaran en la matanza de comuneros. Los religiosos de uno y otro bando destacaron por su fiereza combativa y verbal. Los prisioneros fueron desprovistos de sus vestiduras, lo mismo hicieron con Padilla, despojándole de su rico traje. En la batalla de Villalar se produjeron más de cien muertos, cuatro mil heridos y mil prisioneros.

Los cuatro capitanes comuneros, Padilla, Bravo y los dos Maldonado fueron encarcelados en el castillo de Villalba, propiedad de Juan de Ulloa, el que hiriera cobardemente a Padilla después de rendirse. A la mañana siguiente, el 24 de abril, los prisioneros fueron trasladados nuevamente a Villalar, donde fueron juzgados y condenados a muerte. El almirante era partidario de dictar sentencias benévolas, pero el condestable y otros miembros de la nobleza se impusieron con las más duras. Padilla pidió confesor letrado para dictarle el testamento, pero no se lo concedieron. Los jefes comuneros fueron oídos en confesión por un fraile franciscano.

Padilla escribió dos cartas, una dirigida a la ciudad de Toledo, y la segunda a su esposa María Pacheco, hija del conde de Tendilla. Fueron al suplicio, situado en el rollo de la villa, montados en mulas cubiertas de telas negras, auxiliados en el camino por sacerdotes. Juan Bravo contestó al pregonero que anunciaba en voz alta la traición de los capitanes comuneros que iban a morir. Padilla pidió a Bravo que callara: ¡Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros, hoy lo es de morir como cristianos! Bravo se dirigió al verdugo: ¡Degüélleme a mí primero, porque no vea la muerte del mejor caballero que queda en Castilla! Padilla se quitó las insignias que llevaba colgadas al cuello y se las entregó a Enrique Sandoval y Rojas, primogénito del marqués de Denia, con el ruego de que se las entregase a su esposa. El último en morir, ya por la tarde, fue Francisco Maldonado. Las tres cabezas fueron clavadas en escarpias y expuestas al público en lo alto del rollo de Villalar.

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