Faemino y Cansado se proponen hacer reír al menos 23 veces a cada espectador que acude a su espectáculo.
Eso, según dicen, les hará mejores personas y cuando salgan del teatro encontrarán sentido a su vida.
Las 23 carcajadas generalizadas, contadas, ya se habían producido antes de que ambos se quitaran la chaqueta de estreno que llevaban. Todas las risotadas que llegan en la hora y pico siguiente ya corren por cuenta de cada uno. Porque cuando piensas que ya no te queda ninguna, siempre acaban arreglándoselas para que llegue otra, y otra, y ya te ha devorado la vorágine y la verborrea de Javier Cansado, mientras Faemino va y viene cogiendo el hilo. O no. Nunca se sabe.
Sin querer, los has acompañado en su viaje desde una casa rural de París hasta la estación espacial internacional, pasando por numerosas vicisitudes delirantes, trepidantes, relajantes, disparatadas, absurdas y maravillosas. Como esa tortilla de patatas en el espacio.
Te cuentan cosas sin parar y ninguna en particular. En algunas escalas te detienes para descansar y poder seguir el camino. No hay que buscarle sentido, basta con dejarse llevar por la corriente y descojonarte hasta que te hartas. Entonces te das cuenta de que han conseguido su propósito y se lo agradeces.
Al final, ¡Como en casa, ni hablar!, pero un rato con ellos lo recomendaría hasta el médico de su consulta. Ras, ras, ras.
No está demostrado que el espectáculo te cambie la vida, pero te la relaja. No se sabe el grado de maldad que llevas al entrar al teatro ni si al salir eres mejor persona, pero la gente acabó con las palmas rotas.