[dropcap type=»1″]D[/dropcap]on Miguel recorría desde su casa de Bordadores la calle de la Compañía para llegar a su lugar de trabajo en la Universidad. Esta calle conventual, con paredones desnudos de iglesias y monasterios monumentales a los lados, se muestra con tal singularidad y sobriedad que hizo exclamar más de una vez a Unamuno que era la más bella de Europa. Contemplada desde Monterrey con la Clerecía al fondo, o desde la Casa de las Conchas, con las Agustinas al final de la misma, produce ahora, y seguro que entonces, una emoción indescriptible, difícil de explicar si no es por la comparación con otras calles de la vieja Europa. Y eso que Unamuno se perdió la calle de la Compañía de mi infancia, con cientos de seminaristas con sotanas y manteos de todos los colores y tejas, gorros y bonetes de varios tamaños, cuando poco antes de dar las nueve en el reloj de la catedral los seminaristas se encaminaban a las clases de la recién reinstaurada Universidad Pontificia. Este Estudio acogía entonces a cientos de estudiantes de teología, filosofía y derecho canónico. Eran otros tiempos, los del nacionalcatolicismo, y otra ciudad, la que guardaba las esencias de una forma conservadora de pensar y de concebir la Iglesia.
— oOo —