[dropcap type=»1″]E[/dropcap]l poeta Luis Rosales visitó también Salamanca para recoger el premio de poesía “Ciudad de Salamanca”. En la cena posterior hablamos de todo lo divino y lo humano, pero como siempre le ocurría cuando entraba en conversación salieron a colación los últimos días de la vida de su amigo Federico García Lorca.
Después de unos güisquis, como si fuera algo que no podía evitar, comenzó a relatar la llegada de Federico a Granada en el verano de 1936. Nos habló de la acogida en su casa, donde esperaban que fuera respetado por los rebeldes. Nos informó, una vez más, de cómo fue la detención en el domicilio de los Rosales. De la oposición a que se lo llevaran por parte de los miembros de su familia, algunos de ellos de Falange.
Le pesaba la muerte de Lorca como una losa. Le pregunté sobre el asunto, seguro que lo estaba esperando, no hizo falta insistirle. Se desahogó, seguramente como lo hacía siempre que salía a cenar con personas desconocidas que le interrogaban sobre el suceso que le tenía obsesionado, quizás culpabilizado. Dando explicaciones no pedidas, respondiendo al dicho latino de excusatio non petita, acusatio manifesta, Rosales se enfrentó aquella noche, como siempre, a sus fantasmas.
Se sabe que la familia Rosales hizo todo lo posible para salvar a Lorca de la muerte, pero en aquellos días de los inicios de la Guerra Civil la radicalización y el terror impidieron todo tipo de razonamiento. Las personas moderadas perdieron la batalla ante las extremistas, que tomaron decisiones terribles, sin dejar ni siquiera un resquicio a la sensatez.
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