[dropcap]N[/dropcap]o se percataron de la posición de los ojos de aquellos con quienes compartirían mesa. De haberlo tenido en cuenta, habrían podido escoger las sillas más próximas a la puerta. Habrían podido asegurarse de que permanecería abierta. Vital. Si, por la circunstancia que sea, te ves en la necesidad de atracar un banco, garantízate una vía de escape. Echar mano al saco de las monedas es relativamente sencillo. Llevarlo a casa sin que nadie note que estuviste allí requiere un plan maestro. Para que no lleguen a echar en falta lo que te llevaste hay que ser ese maestro.
El plan lo tenían los anfitriones. Con exquisita amabilidad, sin sobreactos, cómodos en su papel, indicaron a cada uno su lugar correspondiente. Al fondo de la sala. Les retiraron la silla cortésmente, sin mostrar servidumbre. Una representación digna de un regio festín. Los más ricos hilos, la vajilla más preciada, la más fina cubertería de plata, delicados cristales y una decoración acorde con la pompa. Máximas expectativas con el menú. Seguro, no podía ser ningún fraude. La sensación era la de que aquellos, los anfitriones, tenían todo absolutamente bajo control. Siempre mirando hacia delante, como hacen los seres sinceros, los que se saben seguros de sí mismos. Los que no tienen absolutamente nada que esconder.
Estos, los invitados, abrumados por tanta atención, tanto agasajo, viniendo de tan nobles figuras… Se sintieron los auténticos protagonistas de la cita. La capitana de las cheerleaders, el quarterback, la reina del baile de graduación, el ganador del concurso de debate, o a este lado del Atlántico, el bebé del bautizo, la novia de la boda o el difunto en el entierro. En realidad, sin ellos, no habría tenido lugar tal cena.
Confiaron, cómo no, en ellos mismos, en sus propios merecimientos, desde luego que era innegable que les pertenecía un lugar en esa mesa, llevaban toda su vida opositando a ocupar tal posición. Los cantos de sus anfitriones, además, eran claros, nítidamente. Todo lo que allí estaba sucediendo lo confirmaba. Nadie dijo nada que no fuera cierto. – Os queremos cerca, estamos dispuestos a lo que sea para que seáis parte de este festín. Es un placer teneros hoy aquí. No tengáis prisa por marchar -. Como para no venirse arriba.
A la hora en punto, se cerraron las puertas del gran salón. La cena dio comienzo.
Lo primero que se sirvió fue un homenaje al gusto de la parte convidada. Todo un guiño. Todo verde. Todo fresco. A continuación comenzó la carnicería.
Los corderos no pudieron encontrar ninguna utilidad a sus ojos de herbívoro. Los leones lo sabían. En un espacio cerrado no hay demasiada alternativa para esquivar los zarpazos del depredador. Ellos miran de frente. No engañan a nadie.
También conozco la historia de aquellos leones que quedaron a cenar con sus amigos los cazadores. Y la de las doce vigorosas y frescas rosas que decidieron acudir a una cita organizada por aquel afable grupo de corderos. No se percataron de…
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