Opinión

Tarancón, cardenal de España (I)

Tarancón y Suárez.

[dropcap]E[/dropcap]l presidente de la Diputación Provincial de Castellón, Javier Moliner, me invitó el pasado 5 de junio a dar una conferencia sobre el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, en un ciclo homenaje que la Diputación de su provincia natal ha ofrecido a su memoria. Y a propósito de esa convocatoria, haré una referencia sobre lo que allí dije, para general conocimiento de los lectores, muchos de ellos jóvenes, que no conocieron a quien fue un verdadero Cardenal de España.

 

Hoy, en un país anglosajón resultaría increíble hacer un análisis político dedicado a la Iglesia en su influencia al devenir de un país. Pero lo cierto es que por estos pagos, el peso de quienes expresan el sentir religioso, diría un narrador, era todavía decisivo en 1975. No es que estuviéramos aún en el «Estado teocrático», como llamaba Augusto Comte a uno de sus estadios de la evolución política. Pero lo cierto es que en los tiempos de Franco realmente había una utilización integral del nacional catolicismo al servicio del Estado, con algunas concesiones del poder estatal al eclesiástico.

Pero cuando los síntomas de degradación se hicieron visibles en el propio Régimen de la Dictadura, la Iglesia comenzó a distanciarse; primero con toda clase de cautelas, después con más celeridad. En gran medida, ello fue obra del arzobispo Vicente Enrique y Tarancón como presidente que fue de la Conferencia Episcopal, disipando el anterior ambiente de cisma potencial, de enfrentamiento entre las facciones integrista y evolucionista del episcopado.

– En nuestra atmósfera de libre discusión renovada dentro de la clerecía, reconocemos la existencia de nuestras discrepancias -decía el Arzobispo de Madrid en 1975-. Y es lógico que las haya, pues si no fuera así, en vez de un colegio de hombres en busca de la verdad y al servicio de Dios y de su pueblo, no seríamos otra cosa que un hato de burócratas serviles, sometidos a un poder leviatánico, dogmático y omnímodo. La libre discusión es la mejor garantía de la rectitud de nuestras decisiones mayoritariamente adoptadas.

El Cardenal era todavía más claro cuando se refería a la independencia de la Iglesia y a su papel dentro de la sociedad:

– Los pastores no podemos defender intereses de una clase social dominante, de grupos políticos, de castas o de camarillas. Somos del pueblo de Dios, y a Él nos debemos por entero. No oprimiremos a nadie en materia de fe o costumbres, como tampoco permitiremos que se coarte a nadie en el ejercicio de sus derechos: reivindicamos la más absoluta libertad para todo ser humano.

La elección de Don Vicente Enrique y Tarancón como presidente de la Conferencia Episcopal en 1971, resultó para muchos un auténtico milagro, aunque lo cierto es que reflejó la presión generalizada que para un cambio fundamental se advertía en todo el país. Su propio ascenso al episcopado -a pesar de los conocidos privilegios eclesiásticos de que disfrutaba Franco (el derecho de presentación de una terna de candidatos para los puestos episcopales a designar por el Papa) – ya fue una prueba de su enorme popularidad; frente a ella, el mismo sistema político quedó inerme.

[pull_quote_left]Las ideas de Don Vicente eran transparentes y en la atmósfera viciada de los últimos años de la Dictadura de Franco, sus palabras resonaban como algo nuevo; para muchos eran una guía frente a la inhibición o la indecisión.[/pull_quote_left]El arzobispo de Madrid al frente de la Conferencia, no defraudó las esperanzas que sus seguidores habían puesto en él. A poco de asumir sus responsabilidades, la archidiócesis capitalina se convirtió en un hervidero de cambios. La estructura esclerotizada por decenios, la desmanteló el purpurado sin contemplaciones. Todos los miembros de la comunidad religiosa pasaron a tener asignadas funciones concretas y responsabilidades bien delimitadas, con el golpe de gracia contra la religiosidad fatichista, que el régimen de Franco había utilizado sistemáticamente de comodín para sus «festejos político-militares» o para sus celebraciones místico-cívicas. El fetichismo en los medios de la jerarquía fue sustituido -al principio no sin resistencia del clero más retrógrado- por una actitud de servicio a la comunidad en todas sus manifestaciones.

– Somos un gran equipo -manifestaba Tarancón- y como tal hemos de comportarnos. El que no quiera o no pueda aceptar la disciplina del trabajo colectivo, al servicio del pueblo de Dios, debe dedicarse a actividades más apacibles. La gente, se trate o no de creyentes, ha de ver en nosotros un ejemplo de fraternidad, y no una institución de parásitos. No podemos limitarnos a ser sacerdotes de una religión que casi conscientemente hemos contribuido a degradar con nuestras mezquindades y miserias, con una liturgia fosilizada, con la más rain actitud frente a los no creyentes.

“El nuevo obispo -comentaron algunas voces- pretende llegar a Papa. Quiere dominar la Iglesia para servirse de ella como trampolín. Para alcanzar sus objetivos no distingue entre ateos y creyentes, entre practicantes y quienes nada practican”. Lógicamente, la reacción de Tarancón frente a comentarios de este tipo era bien expresiva, terminante:

– No están en lo cierto al murmurar que no hacemos diferencia de trato entre ateos y creyentes. Sí que la hay, pues, como dice el Evangelio, hemos de ocuparnos más de quienes no conocen a Dios; porque precisamente ellos son los que más necesitan de nuestra comprensión. Ayudarles es un mandato del amor, sin que ello signifique ni desafecto ni demérito para los creyentes, pues es en ellos donde está la base misma de nuestra fuerza. Pero no basta con ser creyentes. Las propias obras también cuentan; y entre ellas, la ayuda a quienes no tienen fe es una de las obligaciones fundamentales.

Las ideas de Don Vicente eran transparentes y en la atmósfera viciada de los últimos años de la Dictadura de Franco, sus palabras resonaban como algo nuevo; para muchos eran una guía frente a la inhibición o la indecisión.

– En lo que muchos se equivocan también -decía- es en que vayamos a pactar con los llamados extremistas ateos. No lo haremos ellos, ni tampoco con los fariseos, con los sepulcros blanqueados de ayer y de hoy. Y no vacilo en recordaros que si bien el reino a que aspiramos no es de este mundo, la Iglesia, eso no lo dudéis, hará todo lo que esté en su mano para, que prevalezcan la justicia y la libertad. Siempre saldrá la Iglesia en apoyo de quienes por defender tales derechos se vean perseguidos o amenazados.

Las argumentaciones de Tarancón tenían algo del mensaje surgido de la misma tierra, el pálpito de un pastor, de un profeta. Su ardor llegaba al máximo cuando rechazaba los alegatos de quienes le imputaban ambiciones desmedidas.

– Se equivocan igualmente -decía- quienes piensan que vuestro arzobispo está haciendo méritos para llegar a ser Papa. En la misión de todos los que hemos entrado de por vida en el servicio eclesiástico, no cabe aceptar transacciones que puedan ensombrecer la justicia, la dignidad o la libertad del hombre. No nos someteremos a ningún poder temporal o ideología… Pero la defensa de esos derechos no son ni méritos, ni sacrificios; son el gozoso cumplimiento del deber. Quien crea que buscamos méritos, que utilizamos el episcopado como trampolín, yerra por completo.

Y dejamos aquí la narración, para proseguir la próxima semana.

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