[dropcap]A[/dropcap]hora, después de haber escuchado a Felipe VI dirigiéndose a la Nación, con voz firme y ademán determinado, creo que sería bueno escuchar las voces de Ortega y Gasset, Unamuno y Azaña sobre Cataluña, en circunstancias diferentes, pero incidiendo en las mismas inquietudes.
El primero de los testimonios que vamos a hacer, corresponde a José Ortega y Gasset, el filósofo que fue diputado a las Cortes Constituyentes de 1931, en su calidad de miembro de la entidad “Al servicio de la República” -que formaron él y otros intelectuales como Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, etc.-, pudiendo decirse que Ortega tuvo siempre una visión de que el problema catalán era imposible de resolver plenamente; y ciertamente, no se censuró a sí mismo al hablar en el Congreso de los Diputados el 13 de mayo de 1932:
Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista… el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos.
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos.
De Unamuno, hay testimonios anteriores al Estatuto de 1932, en los que da por hecho que en el futuro Cataluña se independizaría de España. En términos dramáticos, como era usual en Don Miguel: “Me preparé por lo menos las bases de la reunión de la nación española (un encuentro académico al que asistió) y de la catalana; ya que Cataluña habrá de acabar, y muy pronto, por separarse del todo del Reino de España, y constituirse en Estado absolutamente independiente”. Es lo que se lee en un escrito de Miguel de Unamuno, que data de la Nochebuena de 1918, y que estaba destinado a su amigo Manuel Azaña. La explicación de esa actitud unamuniana fue bien sencilla:
En tiempos de Felipe IV se perdió Portugal conservando Cataluña, en tiempo de nuestro Habsburgo de hoy, Alfonso XIII, siendo su canciller Canalejas, se pensó en conquistar Portugal y del triunfo, descontado en el Palacio de Oriente, de Alemania se esperaba la anexión de Portugal y la formación del Imperio Ibérico, vulgarizándose España; justo es, pues, que al ser ésta derrotada con Alemania -la mentalidad neutral que dijo Romanones (el político que ve más claro y obra más turbio) era una alianza clandestina con aquel a quien se creía vencedor futuro- justo es, pues, que España pierda ahora Cataluña. Y la perderá, no me cabe la menor duda que la perderá. La federación no es más que una hoja de parra. ¡Cuánto me gustaría hablar de todo esto ahí!
Posteriormente, en el diario de sesiones del Congreso de los Diputados, del 22 de octubre de 1931, se recoge una de las más famosas alocuciones del autor de Abel Sánchez y La Tía Tula, sobre el uso del catalán y el castellano en las escuelas de Cataluña:
Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalanes como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías”. En su discurso defiende la oficialidad del castellano y reniega de la imposición del catalán a todos sus ciudadanos.
Y después de haber escuchado a Ortega y Unamuno en tonos tan pesimistas, le llega el turno a Manuel Azaña, por entonces Presidente del Consejo de Ministros, y en su máximo esplendor. Y fue en el discurso que pronunció en el Congreso de los Diputados el 27 de mayo de 1932, cuando se expresó en términos muy distintos a los de Ortega, a quien hizo respetuosa referencia. En un texto del que se seleccionan los puntos principales:
El problema que vamos a discutir aquí, y que pretendemos resolver, no es ese drama histórico, profundo, perenne, a que se refería el señor Ortega y Gasset al describirnos los destinos trágicos de Cataluña; no es eso. Y aun aceptando la descripción exacta y elegante del señor Ortega, es una cosa manifiesta que esa discordia, es impaciencia, esa inquietud interior del alma catalana, no siempre se han manifestado en la historia o no se han manifestado siempre de la misma manera…
Los ciudadanos de la República española no tendrán nunca en Cataluña derechos menores de los que tengan los catalanes en el resto del territorio de la República española. Esto, señores diputados, no hace falta decirlo: está escrito en la Constitución; pero a mí no me parece mal que se diga cien veces, porque, como en torno del Estatuto y de la autonomía circulan fantasmas abracadabrantes, bueno será demostrar a las gentes, a fuerza de repetírselo, que tales fantasmas no tienen razón alguna de existir…
Así habló, no Zaratustra, sino Azaña… para luego cambiar dramáticamente su opinión sobre Cataluña, según se ve en sus anotaciones, en las Cuaderno de la pobleta, del 19 de septiembre de 1937. Donde relata el duro encuentro que tuvo en Valencia con Pi y Suñer, entonces consejero de la Generalidad, a quien conocía de cuando era alcalde de Barcelona.
Pi y Suñer presentó sus quejas, llenas de victimismo, al presidente de la República, por las actuaciones del Gobierno en temas catalanes, exponiendo su deseo de que se coordinara la acción de los dos Ejecutivos. Y para ello fundamentó sus peticiones en el hecho de que la Generalidad, en ese momento de la guerra, había mantenido su territorio íntegramente fuera de las manos de Franco, y que por ello mismo, el poder de Cataluña debería haber sido aumentado.
Azaña, que debería estar perplejo ante lo que oía, contestó que tales cuestiones “no se miden por metros. Lo que el Estado representa no se estira ni se encoje según los movimientos de las tropas en el territorio”. Y reprochó duramente la actitud de Companys por no haberse privado de ninguna trasgresión, ni de ninguna invasión de funciones en contra del Estado:
Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuic, los cuarteles, el parque, la Telefónica, la Campsa, el puerto, las minas de potasa, crearon la consejería de Defensa, se pusieron a dirigir su guerra que fue un modo de impedirla, quisieron conquistar Aragón, decretaron la insensata expedición a Baleares para construir la gran Cataluña de Prat de la Riba…
Azaña calificó el programa de Companys como de ampliación de sus declaraciones del 6 de octubre de 1934, por el cual, el Presidente de la Generalidad, había sido condenado a treinta años de cárcel por el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República. Y lejos de apaciguarse, Azaña prosiguió manifestando que la Generalidad vivía en franca rebelión e insubordinación, y que si no ha tomado las armas para hacer la guerra al Estado, era porque no las tenía, por falta de decisión, o por ambas cosas a la vez, pero no por falta de ganas… Y arremetió, acto seguido, contra las delegaciones de la Generalidad en el extranjero, la creación de la moneda catalana, la del ejército catalán y el eje Bilbao-Barcelona, medidas, todas ellas, que no iban contra Franco, sino contra el propio Gobierno de la República.
Azaña llegó al extremo de apuntar que si al pueblo español se le colocara otra vez en el trance de “optar entre un federación de republicas y un régimen centralista, la inmensa mayoría optaría por el segundo”. Hasta a ese punto había llegado Azaña en su lamentación ante la catastrófica realidad de Cataluña en guerra, tan lejana de la que él había previsto al hacer, en 1932, su célebre discurso sobre el Estatuto de Cataluña, pues hubo un gran número de catalanes destacados que aceptaron y convivieron de buen grado con el régimen de Franco.
Para cualquier observación de los lectores al autor de este artículo, como siempre, castecien@bitmailer.net
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