Isabel Ocampo denuncia una «agresión sexual»

Carmen Calzada (izda.), Fely Campo e Isabel de Ocampo. FOTO. Archivo.

La directora salmantina Isabel Ocampo escribe en su cuenta de Facebook su propia experiencia de agresión sexual y se ha animado con «todo este asunto #Weinstein».

 

Ella lo relata así: Afortunadamente, nunca me han violado. Nunca me han llegado a agredir sexualmente de una manera que me haya traumatizado. Pero sí tuve que desarrollar una antena aparte, un sentido dedicado exclusivamente a detectar situaciones sexualmente peligrosas y desarrollar habilidades exclusivas para lidiar con ellas. Todo eso lo llevo en algún bolsillo de mi mochila de haber nacido mujer.

Yo he tenido la suerte, o la desgracia, (esa es una interesante cuestión a desarrollar en otro post) de haber: ser rubia con ojos azules en un país como España, en una época en que las españolas todavía no se teñían el pelo de rubias. Espero que entendáis lo que digo. Es para contextualizar. He tenido que hacer muchas, pero que muchas “cobras” en mi vida. Y en mi veintena, me veía continuamente envuelta en situaciones wtf (pero qué coñ*!) Que si, que me reí mucho con la peli de Pagafantas, pero por dentro pensaba… a ti te quería ver yo Bor-ja-co-be-a-ga-con-to-do-el-ca-ri-ño, a ti te quería ver yo en esa situación. Estar manteniendo un diálogo absolutamente normal, con cero muestras del flirteo con un chico, y que repentinamente se te lance y tu, horrorizada, tengas que esquivarlo pensando, pero, ¡¿en qué momento me he perdido?! ¿En qué momento ¡por dios!, que gesto, que he hecho yo para que este tío haya interpretado que puede besarme???

Isabel…, que te desvías…

Bien, volvamos al flash-back.

Hace muchos años en la galaxia, cuando yo era joven, y muy rubia-con-ojos-azules, tenía 14 años, acababa de terminar 8º de EGB en las Teresianas y me había cambiado al Instituto de Garrido a hacer BUP y COU. Ojo al dato, porque los salmantinos que lean esto podrán apreciar el pedazo de cambio que esto supuso para mi. Un gran cambio (del colegio más pijo de la ciudad al Instituto más obrero) que me proporcionó un precioso conocimiento de las personas, de las clases sociales, de la gente y cómo cambian sus ideas según el contexto. Solía bromear diciendo: he pasado de ser la más pobre del Colegio a la más rica del Instituto. Jaja. Y es uno de los regalos más fantásticos y valiosos que me ha dado la vida. Ese conocimiento. Pero de nuevo, eso es otro post, que me vuelvo a desviar.

14 años. Yo estaba a la puerta de mi clase, 1º G. Era mediodía, tres y pico de la tarde, el instituto desierto. Calor. No recuerdo qué hacía yo allí ni por que estaba sola, ni por qué me había retrasado. El caso es que se me acercan dos chicos de otra clase. Uno moreno, mi agresor, y otro rubio. Y se van acercando y noto cómo el moreno le dice algo al rubio, que se desvía. Y se va a apoyar en la pared. “Malo”, pienso. Alerta extrema, carne de gallina incluso antes de que me hable. El moreno abre la boca y confirmo mi diagnóstico. Situación de peligro máximo. No recuerdo qué me dijo, ni qué hizo, solo tengo memoria emocional. Se que yo estaba sintiendo terror y al mismo tiempo trataba de mostrarme digna, disimulando, hablando con calma, intentando trasmitirle, orgullosa una, que no me estaba afectando su mierda de ataque verbal (la mezcla de sentimientos y emociones en un momento así es cuasi-imposible de explicar).

No se cómo, pero unos instantes después me ha dado la vuelta, me aprieta contra sí, yo estoy de espaldas a él, pegada a él, me ha inmovilizado los brazos, me está desabrochado la blusa y, atención: mete su mano derecha en mi sujetador y me toca la teta izquierda. Fue visto y no visto. Sentí la mano en la teta y rápidamente la sacó. Entonces, me suelta. Yo paralizada, silenciada, taquicárdica perdida… y se alejan de mi.

El, y su amigo el rubio al que yo conocía y él a mí, se van por la puerta del Instituto y desaparecen. Y yo me quedo allí de pie, abrochándome torpemente la blusa y pensando… ¿Tu eres imbécil? ¿Todo el miedo que me has hecho pasar, todo por tocarme una teta, que para mi es solo carne y piel, y tiene la misma categoría que una oreja? ¿En serio?

“Da gracias Isabel”, me digo, solo ha sido eso. El muy subnormal, solo quería tocarte una teta. Bienvenida al mundo real, con chicos en las clases. Adiós, colegio de monjas.

Bien. Lo siguiente que recuerdo es el después. ¿Cómo gestiono el hecho de que a estos dos cabronazos, pedazos de mierda, los voy a seguir viendo el resto del curso en el Instituto o fuera de el? Los días posteriores fueron los peores. Paranoica, inquieta por volvérmelos a encontrar, en el bar, en las clases, en las pistas de deporte, en los pasillos…

Esto había sucedido un lunes. Siguiente secuencia. Jueves por la tarde. Clase de dibujo, que compartíamos con otros alumnos de otros primeros, creo recordar. Y antes de entrar en el aula, allí que le veo. Al moreno agresor. Recuerdo perfectamente dónde estaba él, dónde la puerta, dónde estaba yo. Podría rodarlo ahora mismo. Un buen ejercicio para explicar los ejes.

Me paralizo. Me entra la taquicardia de nuevo. ¿Cómo reaccionar? ¿Huyo? ¿Me piro la clase? ¿Escapo de él el resto del curso? ¿Le hablo, no le hablo? ¿Hago como si no le he visto? ¿Cómo si no hubiera pasado?
¿Qué creéis que hice?

Mi razonamiento fue el siguiente. No me voy a pirar la clase, no señor, voy a entrar ahí y… le voy a hablar. Yo. A él. Voy a coger a este toro por los cuernos. Me voy a dirigir a él y le voy a decir cualquier chorrada. Yo, a él. Para mear en este territorio.

Para demostrarle que su mierda de agresión no me ha afectado para nada, o para demostrármelo a mi misma, no se bien. Para quitarle importancia, para hacerle creer que no me ha afectado. Voy a marcarme este farolazo.

¿Orgullo femenino? ¿Orgullo salmantino, too much toreros’ influence? No se… Pero eso hice. Entré en clase y me dirigí a él. Paso firme. Me acerqué y no se qué chorrada le dije clavándole mis ojazos azules en su mierda de cara.

¿Sabéis que pasó?
Pues… que no se lo esperaba para nada. Que se sintió molesto de que yo le hablara, se sintió… no avergonzado, recuerdo perfectamente el matiz, pero si muy incómodo con la situación. Pilla a tu enemigo desprevenido, gracias Sun Tzu, aunque todavía no te había leído. Funcionó. Sentí que había ganado. El resto del curso seguí hablando con él con total naturalidad cuando me lo cruzaba y mirándole a los ojos con toda la chulería de la que fui capaz. Y él… me evitaba. ¡Se sentía mal! O bueno, yo qué se qué, si se sentía mal o no. Pero yo me sentía bien. Dueña de mi misma, que es lo importante. Aprendí que si te enfrentas hay una remota posibilidad de que salga bien. Intuí que el impulso natural-insensato-primario de una mujer es enfrentarse, por mucho que en las películas de los hombres nos representen shockeadas durante tres cuartos de hora incapaces de reaccionar, dando grititos agudos.

Y desde luego se que si me hubiera puesto una navaja en el cuello, obviamente estaría escribiendo cosas diferentes. Y sobre todo, sobre todo, si en lugar de haber sido un mindundi sin ningún tipo de poder sobre mi vida, hubiera sido un superior, un jefe, un productor de cine, alguien de quien dependiera mi trabajo, mi sueldo, mis aspiraciones profesionales, los sueños para los que he estado preparándome toda la vida… la verdad, no sé que hubiera hecho. Probablemente me hubiera callado. ¿Entendéis la diferencia?

Pero os dije al principio que esta experiencia fue la que más me humilló. ¿Por este mongolo-subnormal-pedazo-de-mierda-toca-tetas?

No.

Por el rubio que se apoyó en la pared, mirando, y NO HIZO NADA PARA DEFENDERME. Luismi se llamaba. O Juanmi. Algo así. Estuvo en silencio todo el tiempo, mirando, callado, apoyado en la pared SIN HACER NADA para parar aquello, para poner fin a aquella humillación. A pesar de que yo, desde mi pánico le miré a los ojos, suplicante, varias veces. Cabronazo de Juanmi-Luismi, como te llames. No te olvidé durante mucho tiempo. A ti si que no volví a hablarte jamás, y no te saludé deliberadamente, cabeza bien alta, cuando me crucé contigo en la trasera de Simago, calle solitaria en aquella época, solos tu y yo. No bajé la cabeza y tu sí, que te vi por el rabillo del ojo. Cabrón. Hijo de putero. No te lo he perdonado en la vida.

Y atención. Buenas y malas gentes de las redes sociales que leéis esto. OS PROHIBO terminantemente, que le busquéis, que le señaléis, que le insultéis, no quiero que le pase nada malo, solo porqué yo haya dicho su nombre. Quiero SILENCIO. Solo espero que la vida le haya puesto en la situación de haber tenido hijas, sobrinas, nietas. Que la vida le haya obligado a ponerse en mi lugar a través de sus hijas, de sus sobrinas, de sus nietas. Ojalá se haya cumplido esta justicia poética. Si he dicho su nombre, no es para que le ataquéis, sino para que sepáis, HOMBRES QUE CALLAIS Y NO HACÉIS NADA, que eso daña tanto o más que la propia agresión sexual. Que ser cómplice-et observet de un delito sexual, debería estar igual de penalizado que la agresión en si. Porque el daño que causa a la víctima ES MUCHO PEOR. A mi no me entra en la cabeza que estuvieras callado, quieto, que no hicieras nada, Luismi, que dejaras que tu amigo el moreno me insultara y me humillara de esa manera.

Uf. Que a gusto me he quedado, por dios. Si lo se, lo cuento antes.

Epílogo.

Apuesto, a que el tal Juanmi-Luismi-comosellame… habrá vivido todos estos años sin recordar ni de lejos, aquel episodio. La mente es sabia, y nos hace olvidar esas pequeñas cosillas “sin importancia” que molestan en la construcción que cada uno de nosotr@s hacemos de nuestra propia identidad. Ojalá mis palabras se lo traigan de nuevo a su presente. Y sirva este relato como aviso para navegantes. Hombres que calláis y no hacéis nada. AMIGUETES DE LA MANADA. Algunas mujeres, han osado apagar la música en vuestra fiesta depredadora. Y eso, señores, significa que la fiesta se ha acabado.

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