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Estudiante en Salamanca

Miguel de Unamuno, con los estudiantes. Foto: Asociación Amigos de Unamuno.

 

[dropcap]C[/dropcap]asi nada. Desde hace siglos era un privilegio. Me permitió entre muchas cosas conocer más de cerca al eterno rector su personalidad y su conocimiento de los alumnos. Tiempos felices de vinos y rosas, porque ambas cosas teníamos presentes en nuestra vida universitaria y al lado de los libros y las clases, con los propios escarceos amorosos, que llegan hasta las mesas de las aulas, como contara Unamuno:

 

Como en los troncos vivos de los árboles,
de las aulas así en los muertos troncos
grabó el amor por manos juveniles
su eterna empresa.
Sentencias no hallaréis del Triboniano,
del Peripato no veréis doctrina,
ni aforismos de Hipócrates sutiles,
jugo de libros.
Allí Teresa, Soledad, Mercedes,
Carmen, Olalla, Concha, Blanca o Pura,
nombres que fueron miel para los labios,
brasa en el pecho.

No me he atrevido a cambiar los nombres, por los de Charo, María Jesús, Lourdes, Elvira, Marisi, Julia, Pilar y alguna más que andaban sustituyendo efectivamente a Triboniano que fue un importante jurista bizantino del siglo VI, que colaboró en la recopilación del derecho romano, y muy bien sabía D. Miguel que a pesar de las clases de Historia del Derecho, teníamos la cabeza en otro sitio, porque como ya reflejaba Cervantes en La tía fingida cuando escribía “Advierte hija mía que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias y que de ordinario cursan en ella y habitan diez o doce mil estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de buen humor”.

Claro pues, que los estudiantes siempre dimos ese tono festivo y especial a la ciudad, y que afortunadamente lo siguen dando como “gente moza y arrojadiza”, que lo fuimos en todos los tiempos.

Por: Fernando Gómez de Liaño González

“Desde el Alto soto de torres”, por la Asociación Amigos de Unamuno. 

 

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