[dropcap]U[/dropcap]na mañana al despachar la correspondencia me entregaron una carta de un notario de Madrid en la que se me comunicaba que un personaje nacido en Salamanca me había nombrado albacea testamentario en mi condición de alcalde de la ciudad. Se trataba de un antiguo asilado en la escuela hogar de la Fundación Rodríguez Fabrés. Siguiendo los pasos de don Vicente, su benefactor, dejaba parte de su fortuna en manos institucionales.
Unos días después recibí una segunda misiva en la que se me comunicaba que debía asistir a la apertura del testamento en la citada notaría de la Corte. Llegué a la hora convenida y me encontré de repente en un despacho del siglo XIX que de inmediato me recordó al ambiente recreado en el anuncio navideño del turrón de 1880. Enfrente de la mesa del despacho del notario había una silla que estaba dispuesta para que me sentara. A ambos lados se colocaron: a mi derecha una mujer enlutada, con un velo que le cubría la cabeza y que caía sobre su rostro y no dejaba ver su cara, era la pura imagen de doña Carmen Polo en el funeral de Franco, y a mi izquierda un grupo de hombres y mujeres bien vestidos, pero nada extravagantes, que me saludaron amablemente y que en ningún momento intercambiaron palabras o miradas con la mujer enlutada.
El notario me pidió permiso para abrir el testamento y pasar a su lectura. El fedatario público hizo una lectura pausada, recreándose en los apartados que más podían interesar a los que allí se encontraban. Aquel hombre había dejado haciendas y dineros a toda su familia. Sin hijos, eran su mujer y sus sobrinos los que iban quedándose con fincas rústicas, olivares, casas, pisos, solares, plazas de garaje y dinero. Al final del testamento dejaba un buen pellizco para crear una fundación en la que se me dejaba a mí la última palabra.
Terminada la lectura, la mujer enlutada, que colegí era la esposa del finado, compungida, agachó la cabeza en señal de respeto y acatamiento. Pero la otra bancada comenzó a gritar y, poniéndose en pie, increpaban a coro:
– ¿Y el oro?, señor alcalde ¿dónde está el oro?
Sin perder la compostura alcé la voz para preguntar al notario:
– Señor notario ¿dónde está el oro?
El notario, haciendo como que releía con rapidez el testamento, contestó:
-¡Aquí no se dice nada del oro!
La bancada de los sobrinos gritaban cada vez más fuerte y la mujer envelada se sumía en un silencio cada vez más evidente. El notario me indicó que al ser un bien no explicitado en el testamento, no podía reclamarse. Los sobrinos insistían en que en la casa había muchos lingotes de oro y que su viuda se había quedado con todos, sin repartir ninguno con ellos, que según pude saber con posterioridad pertenecían a una anterior esposa del finado.
Llegué a Salamanca impresionado por lo que había visto y oído e inmediatamente me puse en contacto con el rector al que le hice partícipe de mi determinación como albacea testamentario. Los bienes y el dinero dejado por el rico salmantino debían servir para constituir una fundación que aportara becas a los estudiantes universitarios con escasos recursos y con buenos expedientes.
Hoy podemos sentirnos orgullosos del buen funcionamiento de esta fundación. Se la debemos a un hombre que quiso devolver a la sociedad lo que de ella recibió, y concibió para ello una fundación sirviéndose del modelo aportado por don Vicente Rodríguez Fabrés. Aunque he omitido intencionadamente sus señas de identidad, cuantos deseen conocer con nombre y apellidos a este mecenas no tienen más que indagar entre las fundaciones universitarias contemporáneas, aquellas coincidentes con mi alcaldía, y buscar sus orígenes biográficos en los archivos del Ayuntamiento de Salamanca y en el de la Universidad. La fundación comenzó su andadura oficial en 1992.
— oOo —