[dropcap]U[/dropcap]na mañana fui recibido en audiencia por el obispo. La había solicitado para pedirle dinero para un desplazamiento de los directivos de la JEC fuera de Salamanca. Sin hacer preguntas me abonó la cantidad que le solicité. Antes de entrar a verle, desde la sala de espera, presencié una escena que parecía imposible en aquellos años. Del despacho del prelado salía el entonces gobernador Enrique Otero Aenlle. Entre los dos debía de haberse producido una fuerte discusión que continuó fuera del despacho. El gobernador, en la parte baja de la escalera, gritaba al obispo que se atuviera a las consecuencias, y don Mauro le contestaba desde lo alto con la misma energía, enfado que nunca había visto en él. Mauro, sin percatarse de que estábamos oyéndolo, gritó que la Iglesia no permitiría injerencias en su forma de ejercer su ministerio y reclamó la legitimidad de la misma para aplicar la pastoral que creyera conveniente en cada momento.
Al presenciar este incidente pude constatar que un pequeño número de obispos, los que habían seguido al pie de la letra las enseñanzas del Concilio Vaticano II, los que posteriormente se agruparían alrededor del cardenal Tarancón, querían alejar a la Iglesia del Nacional Catolicismo que la había aprisionado desde los primeros días del Alzamiento Nacional, el 18 de julio de 1936, hasta los primeros años de la década de los sesenta.
Sin embargo, todavía había un gran número de prelados añorantes del franquismo. La mayoría de la jerarquía vio en los movimientos apostólicos especializados un peligro para sus tesis más conservadoras. Veían con muy malos ojos que los jóvenes cristianos asumiéramos compromisos temporales y, por ende, tuviéramos opciones políticas ajenas a las del régimen franquista. No soportaban que se nos viera en las manifestaciones antifranquistas e incluso que fuéramos detenidos en ellas.
Estaban presionados por las autoridades nacionales, provinciales y locales que los hacían ver que en las iglesias, en los centros parroquiales y en las sacristías se reunían jóvenes sin el consabido control policial, al socaire de la inmunidad eclesial, mientras algunos obispos se sentaban en las Cortes franquistas, como unos políticos más del régimen dictatorial.
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