[dropcap]Y[/dropcap]o no quise estudiar medicina. Al terminar los exámenes de acceso a la universidad mi padre me preguntó qué pensaba hacer. Mi contestación fue clara: matricularme en derecho. Como todos los veranos pasé el mes de agosto de 1963 en casa de mis tíos y padrinos, Pedro Clemente y María Guerrero, en Abadía, el pueblo donde nací en 1945, en plena posguerra.
A los pocos días de mi estancia recibí una carta de mi hermano Serafín donde me comunicaba una decisión de mi padre que tendría consecuencia para mí futuro profesional y vital. Con la retórica epistolar de aquellos tiempos, Serafín escribía aquello de:
– “Querido hermano, espero que al recibir la presente te encuentres bien, nosotros bien gracias a Dios. Te escribo la presente para comunicarte que mi padre ha decidido que estudies medicina”.
Las decisiones de los padres en aquellos años no se discutían, se acataban aunque no te gustasen. Pasado un tiempo, siendo ya alcalde de Salamanca, supe que mi progenitor tomó esa decisión, entre otras cosas, para alejarme de la política que ya intuía me gustaba más que comer con los dedos.
Al terminar la carrera tuve la oportunidad de quedarme en la Universidad, en la cátedra de Otorrinolaringología del profesor Cañizo, como profesor no numerario, los famosos PNN. Tengo antigüedad desde el 1 de junio de 1969, veinte días antes de acabar la carrera. Comencé cobrando 1.833 pesetas al mes, algo más de 11 euros, cuando la mayoría de mis compañeros de curso se marchaban a los pueblos para ejercer de médicos de cabecera cobrando más de cien mil pesetas. Os podéis imaginar la cara de incomprensión de mis padres. Tuve suerte, los argumentos para quedarme en la Universidad habían sido ya utilizados con éxito dos años antes por mi hermano Serafín, que había ingresado en la Escuela de Pediatría del profesor Casado de Frías y, en su caso, con el agravante de tener que pagar matrícula.
En la primera entrevista con Cañizo le expuse mis intenciones. Quería hacer sordomudística. Había visto a un grupo de sordos comunicarse con la lengua de signos en el bar que había debajo de mi casa, “La Gran Tasca”. Este hecho había suscitado en mí curiosidad, hasta el punto de querer encaminar por esos fueros mi futura profesión. El bueno de don Casimiro me miró con benevolencia y me dijo:
– “Usted haga toda la especialidad en Otorrinolaringología, y luego ya hablaremos.”
Pasado el primer año volví a las andadas y le propuse a Cañizo que quería compatibilizar mi formación en ORL con los estudios de psicología. Hasta entonces solamente Perelló había osado una cosa tal en España. Creo que Cañizo debió pensar que estaba en presencia de un raro, quizás de un excéntrico. A pesar de todo me trató bien y consintió que me matriculara en la Escuela de Psicología de la Pontificia donde cursé las especialidades de psicología clínica y pedagógica.
Una vez terminada mi formación psicológica solicité al Hospital Universitario una beca para realizar una estancia en el Centro Fonoaudiológico de Barcelona, institución que dirigía Jorge Perelló. Me la concedieron con la condición de que una vez de vuelta en Salamanca no pusiera en marcha el Servicio de Foniatría. No les hice caso, y con la complicidad de Cañizo y de mis compañeros me pasaba las mañanas estudiando en la biblioteca y por las tardes, con una logopeda formada por mí, Lourdes Esteras, y la estimable ayuda de Teresa Hernández, la enfermera de don Casimiro, pasaba consulta casi clandestina de Foniatría. Después vino todo lo que ya he contado, la enfermedad de Franco y el nacimiento del Servicio de Foniatría del Hospital Universitario.
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