[dropcap]L[/dropcap]as señales eran evidentes desde hacía tiempo. Nadie hizo nada al respecto, la fatalidad se presentaba paciente e inexorable. Señales decía. Pequeñas pistas, pequeñas modificaciones, pequeños cambios en los habitantes hábitos. Se notaban, pero pareció mejor no hacer caso para evitar convertirlo en real.
Los primeros afectados, los portadores, simplemente dejaron de ser metódicos y razonados. Comenzaron a agruparse, a relacionarse básicamente entre ellos, a crear y compartir unos códigos propios ajenos al entendimiento del resto. Aunque sí. Éstos sospechaban que algo estaba sucediendo sin saber muy bien qué hacer al respecto. Se les veía bien pero un tanto al margen de lo cotidiano, de lo normal… Como si estuvieran en un constante estado de agitación y excitación.
Al margen de los renegados, en los diarios corrillos, surgieron las hipótesis. A alguien se le deslizó la teoría de la secta. Sin grandes apoyos en un principio, la posibilidad iría sumando titularidades poco a poco a medida que el grupo, el de los aquellos, iba sumando miembros y miembras (perdón, no pude evitarlo, ignora éste interparentesitado). Pero terminó por ser desechada.
Lo que fue una gota se convirtió en ola. Cada vez eran más. Cada vez más cercanos, cada vez más cualquieras… De repente nadie se sentía a salvo. El enemigo invisible parecía amenazar desde dentro. Sin forma concreta, sin aroma, sigiloso, hipotérmico, hipodérmico… Ni rastro de culto a deidad, individuo, ideología o ente. Ni rastro de adoctrinamiento. Ni rastro de ocultismo. Sin simbología… A plena luz del día como si no sucediera nada.
Debían hacer algo. La última resistencia. Los últimos del bastión debían hacer algo. Lo contrario significaría desaparecer, ser uno de ellos. Ya, en clara minoría, no cabía especulación alguna. Decidieron virus, no había tiempo que perder. Había tiempo que entender. Estudiarían a un sujeto, hallarían la raíz del contagio y acabarían con él. O adiós al mundo tal y como lo conocían.
Encontraron una, sola y despistada. Presa fácil para un grupo con claras intenciones y bien organizado. La excusa de preguntar por una calle cercana fue suficiente. Asalto por detrás con un pañuelo impregnado de cloroformo. Como quitar un caramelo a un niño. La llevaron a la oscura habitación que habían habilitado. Al laboratorio de campaña ubicado en su repentino cuartel general, el juzgado. Le tomaron muestras de pelo, de saliva, de sangre… Era vital hallar cualquier alteración genética, pero no encontraron nada. No funcionó. Abatidos, a punto de darse por vencidos. Permitirían despertar al huésped. Lo invitarían, hasta la tortura si fuera necesario, a explicar qué sucedió. Qué le sucedió. Una última oportunidad.
Tampoco dio fruto. No encontraron nada extraño en la cautiva. Castigaron su sueño con largos períodos de oscuridad absoluta seguidos de otros de cegadora luz. La quebrarían para reconocer qué o quién era, qué o quién tomó el control de ese cuerpo. Solo consiguieron sonsacarle una respuesta hecha mantra:
– Actitud. Solo tengo actitud.
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