[dropcap]C[/dropcap]uriosamente de lo que más hablaba Hipólito era de lo que más se quejaba. Curiosamente de lo que más se quejaba era de lo que decía no poder escapar. Curiosamente, de lo que no podía escapar era a lo que más atención prestaba.
Tenía prisa. Odiaba esperar. Por eso madrugaba tanto, para llegar antes que nadie al trabajo, a la parada del autobús, a sus quedadas de cañas, vinos tintos y tapas. Con ésta depurada técnica conseguía esa perseguida victoria. Cruzar la meta en primer lugar y ganar el motivo para la queja. El tráfico es lento, el autobús llega tarde, los amigos son siempre impuntuales.
Adoraba tener la razón. Despreciaba la discusión y la riña. Por eso elaboraba tanto sus opiniones y las amontonaba por quintales en cualquier conversación. Argumentaba de tal forma que todo lo que cabía esperar una vez concluida sus afirmaciones era un cómplice silencio acompañado de ojos gachos. Es lo que conlleva una indiscutible verdad hecha axioma, victoria por incomparecencia de contertulios. Poco a poco vio reducido el número de pares de orejas con los que jugar, dejaron de querer subirse al tablero sin su amiga la boca.
Aborrecía el ruido y el estrés. Del primero, decía que era el mayor y más letal tipo de estrés con el que convivimos. Coches, aviones, conciertos, eventos deportivos, el camión de la basura, los locos vecinos de al lado cantando ese estruendoso cumpleaños feliz a su hija de 6 años… Del segundo, el estrés, afirmaba que era la más peligrosa y ruidosa banda sonora con la que nos toca bailar.
Encontró a alguien con quien por fin pudo compartir de forma equilibrada sus usos y costumbres. Era callado, no tenía mucho gusto por decir. Concienzudo, nunca empezaba una labor que no pudiera terminar. Tranquilo, se puso nervioso una vez de pequeño y no debió salirle a cuenta. Solitario, tenía un punto de reflexión permanente y esto choca con el bullicio de cualquier grupo social. Con estos ingredientes, tiene sentido que fuera pescador.
No he vuelto a saber nada de Hipólito desde la última vez que lo vi. Como de costumbre apresurado, como siempre, acalorado, como en él es habitual, ofuscado, mirando constantemente a su reloj de muñeca al que daba golpecitos con el índice de su mano derecha. Apenas acerté a lanzarle un social – ¿qué tal? ¿Cuánto tiempo? –
Lo recogió en marcha y me lo devolvió en forma de – A la primera ya sabes, como todos. A la segunda, muy poco, lo justo. Insuficiente para contarte que he dormido poco porque tenía que madrugar para ir al hospital con tiempo, donde me hicieron esperar, me dijeron que no tenía lo que yo estoy seguro de tener, como si yo no me conociera, y escucha qué jaleo siendo tan solo las dos de la tarde. Me voy corriendo a esperar a Hipólito, he quedado con él para verle pescar.
Me quedé todo loco, claro.
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