[dropcap]A[/dropcap]quella noche la pasamos escuchando la radio, llamando y recibiendo llamadas de teléfono. Una de esas llamadas me agradó sobremanera, y a ella voy a referirme por primera vez haciéndola pública. María Teresa Aubach, catedrática de Historia de la Universidad Pontificia de Salamanca, mantenía una gran amistad con nosotros. Mujer progresista, era entonces la directora de Blanquerna, la residencia universitaria de las Misioneras Seculares. Como historiadora comprendió desde el primer momento que peligraba mi vida si triunfaban Tejero y Milans. Me ofreció su casa en el Rollo, la residencia o la casa de ejercicios, para que pasara la noche en lugar seguro. Ningún fascista se atrevería a buscarme en un instituto religioso. Rechacé la oferta, creí que no debía abandonar a mi mujer y a mis tres hijos en una noche tan señalada. Su llamada me hizo creer en la amistad y supe que contaba con amigos que eran capaces de arriesgar su vida por salvaguardar la mía.
Otros muchos ofrecimientos de asilo tuve hasta la madrugada que rechacé con los mismos argumentos, pero un acontecimiento especial se produjo alrededor de las diez de la noche. El timbre de la casa sonó produciéndonos cierta alarma. Preguntamos, antes de abrir, y contestó detrás de la puerta una voz que inmediatamente reconocí.
- Soy el jefe de la Policía Municipal, venía a ponerme a su disposición.
Al abrir la puerta contemplé a don José Manuel Fernández vestido con uniforme de gala. Al verme se puso firme y, saludándome militarmente, me dijo con gran solemnidad:
- ¡A sus órdenes señor alcalde. La Policía Municipal con la Constitución Española!
Emocionado, con los ojos humedecidos, lo abracé por su gesto de valentía. Quiero hacer notar que en aquellos momentos todavía no había hablado el rey y que las noticias sobre el triunfo del golpe de Estado eran confusas.
Me informó de las noticias que tenía de Madrid a través de un general de la familia que se había mantenido fiel a la Constitución. Me dio su opinión sobre la intentona golpista, calificándola en todo momento de sin sentido.
Antes de despedirse me comunicó que un coche de la policía municipal haría guardia en la puerta de mi vivienda para evitar que algún exaltado, algún falangista o miembro de extrema derecha, pudiera acercarse a mi casa para realizar algún acto violento contra mí o contra mi familia.
Imaginé enseguida el poco tiempo que duraría esta defensa en el caso de que viniera a buscarme el ejército, pero de todos modos valoré su generosidad y valentía. También sopesé la posibilidad de que mi mujer se pusiera de parto y nos tuvieran que ayudar a desplazarnos hasta el Hospital Clínico.
Aquella protección tuvo su aquel. Cada media hora sonaba el timbre y desde abajo, por el interfono, el policía al mando de la patrulla que me defendía de posibles altercados me preguntaba si me encontraba bien o si necesitaba algo. Cada timbrazo nos producía un sobresalto.
Al llegar la madrugada recibimos una llamada de Enrique Clemente que alarmado me informaba del paso de convoyes del ejército por el Paseo de Carmelitas. Él y su mujer, María Luz San Feliciano, estaban viendo desde las ventanas de su casa el paso del mismo. Fue entonces cuando volví a llamar al gobernador civil para preguntarle sobre el suceso. Me intranquilicé cuando supe que ignoraba lo que estaba pasando en la calle. Al insistirle para que llamara al general Engo, volvió a repetirme que no se atrevía a hacerlo.