¿Te sabes el cuento de la lechera? Fijo. Te refresco la memoria, va de una muchachita (toma nota) que dice, ¡anda! Estoy llevando leche de un sitio para otro, que me matan las cervicales ya de lo que pesa por una miseria y no me sale a cuenta por lo que me paga el señor lechero y él se lo lleva crudo. Se acabó. Me voy a hacer autónoma. Recordarás que, de tanto ir pensando en hacer grandes sus pequeñas pepitas de oro, no vio una piedra en el camino (lógico, se trata de un camino), se tropezó y cayeron desplomados al firme, el cántaro, la leche y sus sueños. Fin.
Qué carbones. Qué orwelliano (es que estoy con 1984). ¡Que alguien haga el favor de hacer público el manuscrito secuestrado de la segunda parte de la historia de la lechera!
Arranca tras el shock de ver el cántaro hecho añicos y el níveo camino que dibujó. Tras el trago de la vergüenza de vuelta en la aldea. Se creaban corrillos llenos de voces maliciosas cargadas de falsa compasión, ¡la avaricia rompe el saco! Qué saco ni que saco. ¿Quién guarda leche en sacos? Tozuda inquina ante quien se resistía a ser quien todos los demás querían que fuera propia de quien sí se resigna. Son lo peón. ¿Cuántos conoces así? Quietas las sillas.
Pues bien, desde aquí, lo que nadie quiere que sepas. Pasado el trauma, la lechera se hizo con otro cántaro de leche. Más ligero y manejable, con tapa a rosca, a prueba de golpes y quebrantos. Algo había aprendido. Volvió a hacer el camino de costumbre con sumo cuidado esta vez. Tardó un poco más, cierto, pero llegó intacto. Caminando segura, sin soñar.
Efectivamente, de la leche sacó mucha nata. Se afanó en batirla como había pensado y consiguió, como creía, una excelente blanca y sabrosa mantequilla. Al día siguiente fue al mercado y la vendió en un periquete. La más cara de todas las mantequillas. Cambió parte de esas monedas por un canasto de huevos que llevó a casa y lo colocó junto a la chimenea. A la cuarta mañana se despertó con una sinfonía de píos píos.
Crecieron los pollos y después del verano los vendió. Se vio con pasta y tuvo la tentación de hacerse con ese vestido verde con tiras bordadas y lazo en la cintura que siempre había querido para ir al baile y conquistar al hijo del molinero, el chulazo de la villa, al tiempo que haría hervir de envidia la sangre de todas las muchachas de su quinta. Pero posó y pasó. Aprendió de su relación anterior con Pedro, el pastor al que el lobo le comió las ovejas por mentecato. Decidió ir a la verbena a ver, escuchar, hablar, bailar y tomarse unos tintos, que para eso trabajaba, ignorando diretes interesados y necesidades artificiales de mitades de frutas ricas en vitamina C.
A última hora hizo buenas migas con el que tocaba el laúd. Se dice que desde entonces le acompaña siempre que puede a sus conciertos en las villas vecinas.