De acuerdo con Murphy, las peores expectativas se han ido cumpliendo y estamos a días de que el flamante presidente de las Cortes de Castilla y León, el bizcochable Luis Fuentes, convoque la sesión de investidura que proclamará nuevo presidente de la Junta al que desde hace dos años lo es también del PP de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco. Mañueco y el que fuera candidato de Ciudadanos al mismo cargo, Francisco Igea, ultiman los detalles del nuevo gobierno de coalición, esto es, andan en el regateo final sobre el reparto del botín.
Aunque algunos todavía se resistan a admitir la grosera impostura política de Igea -alguien que se ha prestado con absoluta desvergüenza política a hacer todo lo contrario de lo que proclamó durante la pasada campaña electoral- la suerte está echada. Estaba echada en realidad desde el momento en que Albert Rivera prefirió prolongar los 32 años de poder del PP en Castilla y León antes de que un socialista plenamente alineado con Pedro Sánchez accediera a la presidencia de la Junta. Al ofuscado Rivera le ha importado una higa que el PSOE fuera la fuerza más votada y que la continuidad del PP se diera de bruces con “el cambio y la regeneración democrática” tan cacareada por su partido y, con especial énfasis, por el ahora llamado a ser vicepresidente de la Junta.
La cosa no tiene marcha atrás desde que el pasado viernes, una hora antes de que se constituyeran las nuevas Cortes, Mañueco e Igea rubricaron un “Acuerdo para el gobierno de Castilla y León” que plasma en 100 puntos, si bien de forma un tanto desordenada y en muchos aspectos confusa y ambigua, el programa conjunto que supuestamente se proponen aplicar. Y puesto a prueba dicho pacto con la elección de la Mesa de las Cortes, presidida por Ciudadanos gracias al apoyo de los 29 procuradores del PP, el reparto de las consejerías no puede significar a estas alturas mayor problema. La inmensidad de las tragaderas de unos y otros está ya más que acreditada.
Un presidente de las Cortes a la altura de las circunstancias.- “Es tiempo de cambio”, proclamó Fuentes al inicio de su primer discurso presidencial. Y la carcajada de los 35 procuradores resonó a orillas del Pisuerga. El peor orador que ha conocido grupo parlamentario alguno en los 36 años de Parlamento Autonómico ha sido catapultado a la presidencia de la Cámara. Y no es lo malo eso, sino que, pese a leer siempre sus discursos, incurre en ellos en flagrantes inexactitudes y/o falacias.
“Han tenido que pasar 32 años para que un procurador de un grupo no mayoritario, y por tanto un candidato de consenso, vuelva a presidir la Cámara…”
Pues no, ni han pasado 32 años, ni su presidencia es fruto del consenso. Lo primero, porque el centrista (CDS)Carlos Sánchez Reyes fué presidente hasta julio de 1991; lo segundo, porque no puede ser de consenso un presidente elegido exclusivamente con los votos del segundo y el tercer grupo parlamentario, sin el apoyo del primero, que presentó su propia candidatura. Confundir mayoría con consenso constituye simplemente una burda patraña.
Pero tampoco vamos a sorprendernos ahora del grado de calidad democrática del nuevo presidente de las Cortes, quien por otra parte, conocida la obsequiosidad mostrada hacia el PP durante la pasada legislatura, reúne el perfil más que adecuado para ocupar ese cargo dentro de la componenda a la que han llegado ambos partidos. A decir verdad, si juzgáramos por la trayectoria parlamentaria seguida por Ciudadanos durante los últimos cuatro años, el actual enjuague puede resultar de todo menos sorprendente.
Lo que había dado lugar al espejismo de una alternancia política en la comunidad no era esa trayectoria ni tampoco la errática actitud de Rivera, sino la firmeza con la que un candidato con la credibilidad de Igea apostó sin ambages por «el cambio y la regeneración democrática» en una comunidad políticamente envilecida por 32 años de gobierno clientelar salpicado hasta las cejas por la corrupción. Esa es la gran decepción y su responsable no es el voluble presidente de Ciudadanos, sino el candidato que sustentó su campaña electoral en unos principios que ahora incumple con toda la desfachatez del mundo.
La trasmutación de Francisco Igea.- Igea, que se había acreditado como un solvente diputado del Congreso, dio un gran salto en reputación y credibilidad el día en que tuvo agallas para plantar cara a Albert Rivera y oponerse al fichaje de Silvia Clemente como candidata del partido a la presidencia de la Junta. Como impulsado por un resorte, abandonó en ese momento la “zona de confort” del Congreso para combatir a Clemente y enfrentarse al aparato nacional del partido en unas primarias a cara de perro que acabaron sacando a la luz un “pucherazo” del que por cierto nadie se ha hecho responsable y cuya autoría sigue manteniéndose oculta.
En ese episodio, nada baladí, se forjó la imagen de un político capaz de poner en juego su carrera política con tal de preservar los ideales que le habían llevado a militar en Ciudadanos. Un político cabal que osaba desafiar al endiosado líder de su partido, aún a riesgo de fracasar en el intento y verse condenado al ostracismo. De ahí la enorme decepción actual.
¿Cómo es posible que el mismo político que se declaró en rebeldía contra Rivera por no estar de acuerdo con el fichaje de Clemente, se pliegue ahora dócilmente a los caprichosos designios de la cúpula de su partido, renunciando con ello a sus principios, defraudando a sus propios electores, como él mismo ha reconocido, y tirando por tierra todo su prestigio político y personal?
Está es la cuestión. Si el “cambiazo” de la bolita de los cubiletes lo hubiera dado cualquier otro, de nada nos hubiéramos extrañado. Pero Igea tenía credibilidad, el más preciado de los activos de que puede disponer un político. Y de ahí el estigma de político farsante y sin escrúpulos que le perseguirá de por vida.
Por de pronto, el llamado “Acuerdo para el Gobierno de Castilla y León” rebaja no poco las exigencias iniciales de Ciudadanos en materia de “regeneración democrática”, alguna de las cuales ni siquiera pueden garantizar por sí solos ambos partidos, caso de la supresión de los aforamientos, que requiere una reforma del Estatuto de Autonomía inviable sin la anuencia del PSOE.
Y bochorno debería producir que la primera de las medidas anunciadas sea la de reforzar la protección de los funcionarios informantes de casos de corrupción en la Administración Autonómica, reconocimiento implícito de la inutilidad de la ley aprobada al efecto durante la pasada legislatura con el único apoyo de ambos partidos, normativa que, en lugar de proteger a los denunciantes, suponía una amenaza para ellos. (De hecho, no se tiene noticia de que dicha Ley haya alentado ninguna denuncia, y no precisamente porque no hubiera motivo para ello).
De repente, el veto de Ciudadanos a la continuidad de los presidentes de Diputación que llevaran ya 8 años en el cargo ha decaído: Ahora la retroactividad empieza a contar a partir de 2015 y la limitación solo afecta a las instituciones donde haya pacto de gobierno, lo que excluye de tal veto a los todavía presidentes de las Diputaciones de Valladolid y Burgos. Y tampoco recoge nada el documento sobre el presunto apaño de que las presidencias de las Diputaciones de Burgos y Segovia recaigan en Ciudadanos. (Se ignora si tras el ridículo del ayuntamiento de Burgos y el papelón del nuevo alcalde de Palencia, los de Rivera han dado marcha atrás en ese contraproducente empeño).
Hace una semana concluía este espacio calificando de “lampedusiana” la evolución de los acontecimientos. Rectifico. Había una cosa peor que después de 32 años el PP siguiera en la Junta de Castilla y León: Que vaya a seguir en comandita de otro partido, Ciudadanos, que, lejos de regenerar nada, tiene todos los visos de venir a degradar aún más las instituciones de gobierno de esta comunidad. Démosles tiempo y no tardaremos en comprobarlo.