[dropcap]L[/dropcap]legamos al Gobierno municipal en un mal momento. Salamanca en 1979 carecía de todo, parecía una ciudad rural, donde la identidad urbana estaba prácticamente ausente. En uno de mis primeros viajes oficiales a Madrid me acompañó Juanjo Melero, primer teniente de alcalde. Paramos en el área de descanso de la autopista “Las Chimeneas”, y antes de tomar café paseamos un rato. Nuestra conversación versó sobre un tema monográfico, por dónde íbamos a empezar a solucionar los múltiples problemas que aquejaban a los salmantinos.
Reconozco que el último alcalde de la dictadura, Pablo Beltrán de Heredia, había realizado una buena gestión con los pocos recursos con los que contaba el Consistorio, pero en la primavera de 1979 la ciudad carecía de agua y alcantarillado en muchos lugares, especialmente recuerdo el caso de los Bilbaínos, en el Alto del Rollo. A Pizarrales y Salas Pombo no llegaba presión suficiente para que se pudieran duchar hasta la madrugada, y más de seiscientas calles de Salamanca no conocían el asfalto y se mantenían con el barro pegajoso y rojizo que se adhería a los zapatos. Era frecuente encontrar en las entradas de las casas una cuchilla de hierro para limpiarse el calzado del barro y evitar en lo posible manchar la casa.
Pero la ciudad carecía de otras muchas cosas que eran tan importantes como el agua y el asfalto. Los puestos escolares eran insuficientes y deficientes, la relación profesor alumno superaba los 40 niños por aula y el fracaso escolar y el ausentismo eran aterradores.
Las zonas verdes eran mínimas y la ciudad por la noche era una luciérnaga. Al llegar desde Madrid daba una pobre impresión, como si se llegara a una ciudad sumida en el pasado, en penumbra. La vida cultural brillaba por su ausencia o estaba restringida a la Universidad.
Otro tanto ocurría con los servicios sociales. En el Ayuntamiento, al finalizar la década de los setenta, solamente había una asistente social, Gumersinda Benavente, que hacía lo que podía ante tantas necesidades. Los servicios sanitarios se reducían al ambulatorio y a los hospitales. No existía ni un solo centro de salud. Las familias que no tenían seguridad social se hacían con una patente de beneficencia que les facultaba para ser asistidos en el Hospital Provincial.