[dropcap]C[/dropcap]on la Asociación de Vecinos de Garrido Norte mantuvimos un pulso del que salimos victoriosos, pero dejando muchos pelos en la gatera. Garrido era entonces, y lo es ahora, el barrio más poblado de Salamanca, pero también el más macizado. En él se había cebado con fuerza desde los años sesenta la especulación urbanística de la dictadura. Calles estrechas, sin apenas luz, sin asfalto ni escuelas, y casas pequeñas y mal construidas conformaban un barrio sin ninguna dotación. Por eso la Asociación de Vecinos reclamaba, en justicia, que se atendieran sus peticiones.
La Asociación de Vecinos de Garrido tomó como bandera la construcción de un parque en un solar que estaba calificado como urbano y cuyo rescate suponía al Ayuntamiento pagar lo que no tenía. Le dimos mil vueltas y hasta llegamos a sopesar la compra, pero entonces surgió la idea de construir un gran parque en terrenos propios del municipio, a los que se le podían añadir otros de bajo coste, pertenecientes a una calera inactiva y a Renfe. La Asociación de Garrido rechazó de plano nuestra propuesta, y desde ese momento el enfrentamiento dialéctico en la prensa y en cuantas asambleas del barrio se celebraban, fue constante.
Nos la jugamos a una carta, convocamos a los vecinos en el salón de actos de un grupo escolar del barrio. Escogimos para el debate un moderador de mutuo acuerdo, Juan Antonio Pérez Millán, que fue dándonos la palabra a mí como alcalde y al presidente de la Asociación de Vecinos por otra. Dos horas de enfrentamiento con dos posturas distintas. Por aclamación de los asistentes se acordó la opción que proponía el Ayuntamiento. Así fue cómo surgió la idea de realizar un gran parque en las inmediaciones del barrio de Garrido, que es el que lleva el nombre de la ciudad hermana de Salamanca en Alemania, Würzburg.
Al llegar a la iglesia una barrera de personas esperaba mi llegada, estratégicamente se habían colocado enfrente de un gran charco, de tal forma que al bajarme me metí en él hasta los tobillos
La relación con los barrios comenzó a ser muy intensa. Sus asociaciones de vecinos estaban asistidas por un concejal propio que frecuentaba periódicamente sus juntas directivas y asambleas, el denominado “concejal de barrio”, que estaba coordinado por el concejal de Participación Ciudadana.
Estábamos atentos a sus reivindicaciones, y siempre que podíamos intentábamos solucionarlas, pero esto no siempre era posible. Quiero reconocer aquí la labor de un edil singular, trabajador nato, humilde y sencillo, conocedor de la calle y de los problemas de Salamanca como nadie, Jesús González Rivas, al que Salamanca le debe sus desvelos por tapar los muchos agujeros que entonces surgían por doquier. El Ayuntamiento no podía asumir algunas actividades o gestiones que nos proponían desde los barrios por la escasez de recursos económicos del Consistorio. Pero nunca dejamos de escucharlos, ni de dar la cara con las explicaciones oportunas en cada uno de los casos.
Las asociaciones de vecinos se tomaban su trabajo muy en serio. En uno de mis desplazamientos visité Puente Ladrillo. Comenzaban sus fiestas patronales y me invitaron a la misa que daba comienzo a las mismas. Me trasladé con el coche oficial que Pepe había dejado limpio como una patena. Al llegar a la iglesia una barrera de personas esperaba mi llegada, estratégicamente se habían colocado enfrente de un gran charco, de tal forma que al bajarme me metí en él hasta los tobillos. Chapoteando salí como pude en medio de las risas del gentío que me hacía padecer lo que ellos a diario sufrían.