[dropcap]E[/dropcap]n otros casos mis ímpetus juveniles en las visitas a los barrios se vieron sorprendidos. En Tejares habíamos rehabilitado el antiguo edificio del Ayuntamiento del pueblo para ubicar en él la Asociación de Vecinos y algunos servicios municipales. Me hablaron de otras medidas que se debían abordar de inmediato, que no esperaban demora. Me pareció que lo mejor era pasear el barrio y conocer de primera mano las reivindicaciones de los vecinos. Comenzamos el recorrido por la calle de la Iglesia, y enfrente me topé con un edificio casi en ruinas. Me informaron que era de propiedad municipal, había sido la cárcel de Tejares. Pregunté si tenían la llave y fueron a buscarla. Entramos y nos encontramos con dos grandes salones, uno al lado del otro, que terminaban en dos habitaciones cerradas por sendas puertas.
Imagine el lector al alcalde rodeado de los dirigentes vecinales y detrás, formando un tropel, un numeroso gentío. Sin cortarme un pelo entré en una de las habitaciones cerradas y me encontré con dos chavales que practicaban el amor con tanta intensidad e interés que no se habían percatado de que se aproximaba una multitud a lo que creían un lugar reservado para sus encuentros. Saludé a los chicos que me miraron con una cara de asombro y pavor con la consabida frase hecha: ¡Buenas!, e inmediatamente cerré la puerta para impedir que nadie entrara. Los que me seguían insistían en que entráramos para enseñarme la dependencia, pero yo agarré fuertemente el picaporte e impedía con mi cuerpo que nadie osara traspasar el umbral de la puerta. Quería que les diera tiempo a vestirse. Aquel episodio trascendió en el barrio y supe que de aquella relación nació un niño que popularmente era conocido como “el hijo del alcalde”.
Enseguida me di cuenta de que necesitábamos profesionales que nos ayudaran en la ingente tarea que teníamos por delante, y buscando entre los que consideraba los mejores me puse en contacto con Juan Antonio Pérez Millán para que llevara la cultura. Cabeza privilegiada, inteligente y sagaz, estuvo acompañado de otros dos personajes fuera de serie, Pedro Pérez Castro e Hilario Hernández. Tras ganar la plaza por oposición, lograron que Salamanca pasase en los asuntos de cultura de la nada al todo.
Trabajaron con miles de niños salmantinos a los que les ofrecían sesiones de cine en el teatro del colegio de La Salle, convento que habíamos adquirido para acoger varios servicios municipales, especialmente la Policía Municipal, el depósito de vehículos y la mayoría de los talleres. Todo el Servicio de Cultura rezumaba vitalidad, se hacían exposiciones, talleres de lectura, cine al aire libre y teatro. La creatividad del equipo era desbordante y la ciudad seguía sus iniciativas con verdadero entusiasmo. Juan Antonio fue consejero de Cultura en el gobierno Nalda, Pedro acabó dirigiendo magistralmente el Museo de Casa de Lis e Hilario pasó a desempeñar un cargo directivo en la Fundación Germán Sánchez Ruipérez.