[dropcap]Y[/dropcap] llegados a esta calle de película no es extraño que nos pongamos a contar monumentos; pasearla supone mucho más que enumerar «c…» y acordarse del tiempo (dígase frío), no importa el sentido de nuestro recorrido, de abajo hacia arriba o viceversa, es un viaje en el tiempo. Ahora calle de la Compañía, antaño Santa Catalina y también Tentenecio (la del milagro de San Juan de Sahagún, más probable aquí históricamente que en la actual).
En su parte alta encontramos la Puerta del Sol, salida norte perteneciente a la antigua Cerca Vieja ya desaparecida, que estaba orientada al este (como es obvio y su nombre indica); también la ermita de Santa Catalina, primera documentada en nuestra ciudad que data del 1128 y fue demolida en 1617 para construir en esta zona el Real Colegio del Espíritu Santo (1617-1754), con su altísimo templo (la Clerecía) que, cuentan las «malas lenguas», debía proyectar su sombra sobre la Casa de las Conchas [un inciso: quien no ha entrado en esta casa gótica, en su patio, no ha podido apreciar una de las más bonitas postales arquitectónicas que existen, tanto de día como de noche]. Y ya en la parte baja la plaza de las Agustinas, con el convento del mismo nombre, la iglesia de la Purísima y el palacio de Monterrey. A medio recorrido otro convento y la iglesia de San Benito, con edificios nobles tras ella que parecen custodiarla.
Pero habíamos dicho contar monumentos y esto no resultó complicado, como tampoco lo fue sentarnos en la escalinata de esta otra «catedral» que domina las alturas («Scala Coeli») y empezar: «uno, dos, tres, cuatro, así hasta…otra fila y otra y otra y luego la fachada de la Rúa Antigua» y al final estos pesquisidores supimos cuantas conchas grandes de piedra hay en esta Casa-Biblioteca (1493-1517): 374 son y 18 pequeñas, amén de las metálicas repartidas por la puerta principal y la extraordinaria rejería; a un trabajador mudéjar que reside en su patio, al chivarle el dato fue tal su sorpresa y grito de exclamación, que le pudimos ver el cielo de la boca.
Sin abandonar nuestro paseo con visiones virtuales quisimos recalar en otro espacio del centro histórico, la plaza de los Bandos, en el que hay mucho que ver y más que recordar. Mirando a través de su suelo nos viene la imagen de los cimientos aún enterrados de la iglesia de Santo Tomé (construída en 1104 por los repobladores castellanos) de la que M. Villar y Macías dijo «podría ser considerada como uno de los verdaderos panteones de la nobleza salmantina, pues muchos eran los sepulcros que en ella había»; amparaba uno de los Bandos de aquella interminable enemistad que marcó el devenir de la ciudad durante muchas décadas del siglo XV.
Nefasta mitad del siglo XIX para el patrimonio salmantino en la que se demolió (1858) cuando la parroquia ya se había trasladado (1851) al cercano templo de Nuestra Señora del Carmen, legítimo heredero de su historia según le cuenta San José a un embelesado niño Jesús, momento que nos permitió presenciar d. Argimiro García, su párroco durante muchos años.
El tiempo volaba y nos emplazamos bajo el reloj «donde todo el mundo queda» para disfrutar de nuevas aventuras pesquisidoras.