[dropcap]D[/dropcap]icen que la Historia se repite, lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan”. Esta frase dicha por un político francés desaparecido al principio del siglo veinte, emerge hoy (tal vez siempre) plena de actualidad. Acaso fuera más elocuente: “Quien evoca la Historia con ánimo de revancha, incita torpemente a provocar sus agrias vivencias”. Zapatero -sumergido en la irrelevancia, cuando no en un proceso paranoico- promulgó la Ley de Memoria Histórica cuyo objetivo real nadie perfila ni apremia porque se caería de lleno en el sinsentido. Sin embargo, su aplicación oculta un intento de agitar emociones, entusiasmos, en personas que no debieran sentir frustración ni desventura alguna. La Guerra Civil que golpeó a muchos españoles tiempo atrás, elemento central de la Ley, queda lejana, marchita en su funesto epílogo y casi sin testigos presenciales.
Según parece, memoria y aprendizaje son procesos inseparables; es decir, que la memoria no proviene únicamente de experiencias particulares, sino que también el testimonio didáctico, junto a lecturas rigurosas, ponderadas, conforma su dimensión. Por este motivo, nuestra memoria personal sobrepasa con creces las propias vivencias vitales. Dicho apunte me permite afrontar sin ningún menoscabo, con rigor, con el objetivismo que me permite la especulación racional, cualquier apunte histórico superando los límites cronológicos. Este soporte indubitable ratifica que solo países con una significativa clase burguesa pueden conseguir sistemas democráticos más o menos consolidados. Por el contrario, una mayoría rural, temporera, imbricada con élites intelectuales, se convierte en sociedad prototípica para desarrollar sistemas totalitarios. Francia y Rusia, con sus respectivas revoluciones, constatan lo dicho.
Pese a lo expuesto, democracia, totalitarismo y dictadura son conceptos formales que diluyen la realidad porque los rasgos innatos del poder, en cualquier caso, se muestran nada participativos ni solidarios. La prueba inequívoca es que todos (democracia, totalitarismo y dictadura) persiguen con saña cualquier tentativa anarquizante. Recordemos las implacables persecuciones contra la CNT por parte de Largo Caballero, desde el primorriverista Consejo Superior de Trabajo, así como las trágicas jornadas ocurridas en Cataluña durante mayo de mil novecientos treinta y siete. La Historia plasma hechos ciertos mientras deja a la propaganda y manipulación interpretaciones subjetivas e interesadas. Somos una sociedad dispuesta a comulgar con ruedas de molino sin ningún interés por consolidar el sentido común. Desconozco si hemos llegado a tan anómala situación de forma consciente o sometidos al continuo, azaroso e inagotable, abandono que incorpora nuestra idiosincrasia.
Mucho se ha escrito -en mayor medida se ha hablado y habla- de nuestra Guerra Civil. Las divergencias que plasman los relatos, debidas al maniqueísmo oferente, causan estupor cuando no vergüenza. Unos y otros, diferentes solo por una escala cuantitativa, persiguen el empeño de vivificar momentos que la sociedad actual necesita omitir con urgencia. Mientras, aquel repugnante suceso requiere puntualizar ciertas versiones poco o nada justas ni ajustadas a la verdad histórica. Se dice, verbigracia, que aquella fue una lucha para defender la democracia contra el fascismo. Si bien es verdad que Franco recibió ayuda de Mussolini y Hitler, también lo es que Stalin ordenó implantar las Brigadas Internacionales de clara extracción marxista. Al fondo, puede entreverse un choque extraño, confuso pero incentivado, contra el comunismo que era el enemigo único, universal. Son conocidos los sabotajes y ralentizaciones, en el puerto de Marsella, sobre el material de guerra que enviaba Rusia al ejército republicano. De igual modo, Casado y Mera (este anarquista) se opusieron a prolongar la guerra que los comunistas deseaban alargar. Además, Gran Bretaña y Francia (viejas democracias) reconocieron a Franco de forma inmediata.
Ni quito ni pongo rey, pero el mito de héroes antifascistas, luchadores por la libertad y otros aparatosos epítetos con que se ennoblecía a los combatientes republicanos, queda reducido a simple reclamo por lo expuesto en el párrafo anterior. Franco, lo que logró entonces fue salvar a España y a otros países del totalitarismo bolchevique. No puede negarse que instituyó un sistema autárquico, dictatorial, que su represión posguerra apuntara al exceso, pero quizás así evitó una tiranía mucho más sanguinaria. Cuando murió Franco yo contaba treinta y dos años. Durante ese tiempo, salvo escasas anécdotas intrascendentes, no tuve grandes obstáculos a la hora de moverme o expresar críticas dentro de un límite; casi como ahora, si diferenciamos épocas y normas, cárcel y sutil sometimiento. Curiosamente, en aquellos tiempos los individuos disidentes eran muy escasos. Incluso franquistas acomodados -hoy, ellos o sus hijos- son reconocidos refractarios. Dentro del ochenta por ciento, como mínimo, yo ni fui pro ni soy anti, sencillamente, como muchos españoles, he vivido siempre de mi trabajo.
Sánchez ha exhumado a Franco y durante toda la jornada medios próximos elogiaron el espectáculo como un hecho histórico. Un cero coma cero, cero, tres por ciento protestaron por tamaña osadía; aproximadamente un treinta por ciento se siente dichoso y el resto muestra indiferencia plena. Si aceptamos que esa exhumación ocupa un lugar lejano en el orden de prioridades ciudadanas, hemos de concluir que la misma excusa ineptitudes y acaricia ventajas electorales. Hasta algún comunicador, raptado por el éxtasis del momento, ha dejado constancia de que este panorama significa “una victoria de la democracia”. Error. Si la exhumación hubiera sido resultado de un consenso político general, entonces sí, la democracia se hubiera marcado un tanto. Así no. La unión de la izquierda marxista y los nacionalismos, ahora independentistas, amparados por una Ley sacada del cuarto oscuro de la democracia, han cometido una vulgar impostura; para otros, profanación.
Que yo sepa, todavía quedan monumentos, esculturas, calles y homenajes a personajes muy oscuros en la Historia de España, redimidos por la Ley de Memoria Histórica. Para mí tiene parecido significado truculento ver un grupúsculo cantar el Cara al Sol con el brazo derecho levantado que avistar un amplio colectivo cantando la Internacional con el puño izquierdo cerrado. Alguien dijo: “La Historia la escriben los vencedores”. Hoy, Sánchez ha compuesto una página histórica, según se glosa, y la izquierda radical -en su entelequia reformista- ha ganado la Guerra Civil tras cuarenta años de la muerte de Franco y ochenta después de perderla. Es nuestro sino. Somos diferentes.