Opinión

Polis y cacos

 

[dropcap]E[/dropcap]ntendió que la voz que le daban tenía más de un significado. Siempre la presentaban como buena se mirara por donde se mirara. Con ausencia de picardía, quizá de edad, sin sombra de culpabilidad. Para todos, la favorita a la que agarrarse para encontrar una coartada liberadora de toda pena, de todo castigo.

Ella, Inocencia, se sabía querida, se sabía gustada, quien sabe si por eso no se dio cuenta de que alguien estaba comenzando a cuestionarla. Se creía buena, y realmente lo era. Su sola presencia era capaz de llenar de aire un pecho oprimido, de serenar el cuerpo de la tiritona culpabilidad, de aliviar el peso de la mochila de la duda. Ella sola. De un simple vistazo.

Pasó lo que pasa siempre que pasa lo que debe pasar, lo que nunca dejará de pasar. Que hay a quien el detalle no le da el mismo abrigo que la ojeada. Que de la agradable sorpresa de la prueba no es difícil pasar al aburrimiento de la rutina.

Así, la nueva comisaria comenzó a sospechar de su narcótico canto. Le generaba hastío ese casi sempiterno mantra con el que se encontraba al inicio de cualquier investigación. Preguntara a quien preguntara, siempre escuchaba la misma proclama. Por eso decidió desmontar lo que consideraba una patraña.

Se detuvo a investigar, a analizar en detalle dónde encontrar la flaqueza de esa constante respuesta, acudiendo a ella como si fuera una imbatible abogada defensora. Concluyó que la mejor manera de entender el recorrido del agua era acudir a la fuente. Se citaron, y donde esperaba a una, aparecieron dos.

Una con aspecto de niña angelical. Tez blanca, cara redonda y labios gruesos, ojos claros y vivos, de esos que parecen preguntarlo todo con ganas pero sin invadir, una melena corta de pelo fino, liso y rubio casi albino. Iba ataviada con un amplio y cómodo vestido recto azul con un canesú calado de color blanco que dejaba a la vista los calcetines también blancos guardados por unos perfectamente lustrados zapatos de hebilla.

La otra era una mujer madura pero tenía el mismo aspecto. Mismo tono de piel, mismos labios gruesos, misma mirada limpia, mismo cabello y vestida con un traje azul y una camisa blanca que asomaba bajo la chaqueta. Más que una madre y una hija, dudó si estaba ante dos gemelas con 30 años de diferencia. Tras el asombro inicial, la comisaria se levantó y se fue sin mediar palabra.

Entendió porqué todo el mundo hablaba de ella, ellas, como de sí mismos para poder conciliar el sueño. Porqué todo el mundo acudía a ella, ellas, como si fueran ellos mismos para continuar el camino sin peso. Porqué con ella, ellas, se creían libres de culpa y pecado, legitimados para afirmar no albergar mala intención o picardía. Eran Inocencia. Cálido abrazo…

De vuelta en su despacho redactó su dimisión. Su trabajo consistía en hallar responsables, no inocentes.

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