[dropcap]L[/dropcap]a Navidad vigoriza su existencia, como gran festividad cristiana, para conmemorar el nacimiento de Cristo. Así la conocimos, en los años que visten con lejanía la niñez de nuestra vida, los que poblamos con las nieves de los años el cabello. Pero la metamorfosis imparable del tiempo ha ido tramitando abandonos y acomodamientos a los usos, costumbres y creencias, bajo el guión de un espíritu consumista que busca adecuar con inmediatez nuestra etérea felicidad al mundo que hemos montado.
El consumo, como un virus incontrolable, nos provocará estos días un estado febril que anulará los compromisos más loables que pueda generar nuestra condición altruista y humana.
Todo está preparado para que la gran movida gire en torno a un festejo estrafalario que obliga a celebrar cenorrios y almuerzos propios de los orondos reyes del Medievo.
Al gasto culinario desbordante, se sumará el ronroneo del viejo gordo rojeras, que llegará desde el mafioso reino del montaje para envenenarnos la mollera con incontrolables deseos de adquirir materias de transitorio uso. Regalos innecesarios que colmarán con medio minuto de alegría ese momento culmen en el que volvemos a ser emperadores de mil castillos, levantados sobre flojos cimientos, construidos a base de cosas y cachivaches.
Y ahí tenemos, como colofón de la terapia nacional navideña, el cajón que, por llamarlo tonto, se matriculó en la facultad tramposa del enredo, doctorándose en hechicerías mercantiles para manejar en nuestras casas el corazón de la noche. La espabilada y poderosa televisión no da abasto estos días en repartir propuestas publicistas estudiadas y medidas, con la única intención de empujarnos a sentir la sugerente posibilidad de ser dueños de una felicidad que, por explosiva, no dura más de cuatro segundos.
Pero tras estos rasgos sociales consumistas, hemos de reconocer que la Navidad mantiene intacto un hálito de ternura, que despierta, en el alma de cuanto somos, nostalgias y recuerdos que nos posan desde la querencia familiar un espíritu de concordia y cercanía.
La contradicción solo puede escarbar la conciencia en quienes, siendo creyentes, nos dejamos confundir por toda esa parafernalia efímera que apagará su apariencia apenas torne enero arreando la mula de la realidad que nos abraza.
Desde la obligación creyente, aparte de vivir el nacimiento del Niño en el portal de nuestros corazones, estamos obligados a intentar compartir, sentir y querer a quienes cruzan cerca de nosotros la injusta travesía del paro y la pobreza.
Recuperemos, como dice el Papa Francisco, el nacimiento, pero incorporando a sus maquetas con olor a musgo a quienes limosnean miradas y frecuencias de amor en los aledaños de nuestro camino.