Opinión

Café pendiente con Tomé

H. S. Tomé y Francisco Javier Blázquez.

 

[dropcap]F[/dropcap]ue en verano, no recuerdo el día, tan solo que la tarde era muy calurosa. Allí, en la cafetería de un centro comercial, compartimos el último café y me dijo que estaba mejor e iba a superar la enfermedad que le devoraba. Y nos despedimos y quedamos emplazados para celebrarlo en poco tiempo. Le creí. Me engañó. Él era así, celoso de su intimidad. Hasta prohibió que avisaran a los allegados cuando llegase el momento. Fue en octubre, no me dijeron el día, aunque luego supe que fue sábado y el primero.

 

Han pasado ya tres meses y es la primera vez que escribo sobre él, con pudor, temeroso de violentar su voluntad. Le apreciaba de verdad y sobre todo le admiraba. H. S. Tomé era una autoridad en la fotografía. Extraordinario como fotógrafo, nunca presumió de ello ni se promocionó ni buscó consideraciones. Huía del ruido y pasaba por la vida a hurtadillas. Consecuentemente, no era popular y solo le valoraban las élites de la cultura. Además sabía mucho de fotografía, el que más en Salamanca. Nadie estaba a su altura cuando había que teorizar o argumentar sobre exposiciones y fotógrafos. Leía y viajaba, aprendía constantemente. Y hablaba de lo que sabía porque sabía muy bien de qué hablaba.

Se fue de puntillas, tan discreto como era él, hasta el último momento y aun después. A pesar de su trayectoria, ni siquiera la necrológica salió en la prensa a posteriori, cuando por el boca a boca fue llegando a cuentagotas el runrún de su deceso. Enorme como fotógrafo, fue también promotor y directivo, junto a Hilario Muñoz, de la Confederación Española de Fotografía, que llegó a tener sede en Salamanca y desde ella contribuyó a formar a los fotógrafos noveles. Además, el Ayuntamiento de Würzburg le eligió como fotógrafo invitado, relegando al citado Muñoz y el mismísimo Núñez Larraz, para fotografiar la ciudad alemana cuando se produjo el hermanamiento con Salamanca en 1985.

Son detalles sueltos del nivel en que se desempeñaba, aunque lo más importante eran obviamente sus fotografías. Tomé era meticuloso como pocos y su fotografía siempre estaba muy pensada. Técnicamente era perfecto, partidario del minimalismo y de esa belleza metafísica que dan la sobriedad y la pulcritud, principios que solo entienden quienes descubrieron que lo esencial es siempre poco y él supo tomar del menos es más, ya mantra, que en su día acuñó Van der Rohe pero él lo leyó, por primera vez, en las palabras de Cartier-Bresson. Y lo hizo suyo para siempre, persiguiendo esa fotografía limpia y pura, descarnada, casi deshumanizada, que siempre le definió.

Fue por el verano cuando hablamos por última vez de fotografía y de cine y de cultura. La política ya nos hastiaba y no quisimos ni tocarla. Era un buen conversador y se nos hizo tarde y nos dijimos hasta pronto, hasta el próximo café, el que ya nunca llegó, igual que el abrazo de despedida…

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