[dropcap]A[/dropcap]ndaba frotando una lámpara pero ésta no se alimentaba de aceite, como esas bonitas árabes que parecen esperar hierbas y agua hirviendo. Se trataba de una sencilla y doméstica, con base y mástil de verdoso bronce y tulipa textil de indefinido color beige. Los carísimos 60 vatios de su bombilla se bastaban para iluminar la estancia mediante su física resistencia.
La tarea no invitaba a la aparición de un genio, pero contra todo pronóstico sí se presentó uno, el suyo. Fue traído por esa mancha de la que no se podía deshacer con su habitual proceder. Era más resistente y obstinada que su habitual enemigo, aquel que ni se crea ni se destruye, aquel que sencillamente se transporta, al que llaman polvo.
Valoró aplicar algún elemento más contundente que el moderado trapo húmedo, pero lo descartó con atino ante la bien pensada teoría de que sería peor el remedio que la enfermedad. Podría encontrarse con que vencer a ese enemigo dejaría una marca para siempre en forma de rayón. Está bien mantener las cosas a raya, no tanto las rayas de la cosa, pensó.
Desechó también acudir a una química más agresiva que el agua con jabón, pero, ¿Y si dañaba la pintura que embellecía a la portadora de la luz? No es difícil acabar con el brillo de las cosas si nos excedemos en su protección, se dijo.
En un mar menor de dudas pequeñas propias de conflictos nimios, se aferraba a su propia claridad para que por fin acudiera en su rescate una gran idea con la que poder dar por terminada la iniciativa que comenzó con afán y esmero, asear la habitación, acabar con todo elemento que osara, en definitiva, agredir el buen estado de sus cosas.
Ansiaba encontrarse con su lucidez, con esa sensación de persianas arriba, de cortinas recogidas y ventanas abiertas de par en par cuando encuentras una solución, un ¡eureka!, un ¡ya sé!, un ¡ahora lo entiendo!, esa seguridad, esa confianza, esa certeza…
Probó con calor para cambiar el estado de la mácula, probó con más agua para reblandecer la rebelde y desconocida sustancia, probó con frío intentando quebrarla hasta que finalmente encontró una genial solución. No para la mancha, ciertamente. No pudo acabar con ella, pero el combate le llevó hasta una orilla mucho más interesante.
Hay veces que acalorarse no aporta absolutamente nada, porque existen fríos que no se templan con el fuego que nosotros podamos aplicar. Hay veces que usar agua, no suma, es un esfuerzo baldío querer apagar la lava de un volcán con cubos, también presentarse con una jardinera en el desierto. Con el hielo sucede lo mismo, nunca aspira a cura, predica solo la analgesia a través de la insensibilidad.
Decidió pues, que en adelante, dejaría de malgastar su calor, su frío y su agua cuando no pudiera cambiar nada. Respondería por defecto Ahá, con sus correspondientes puntos suspensivos y seguiría su camino y su idea. Y a la lámpara, le dio media vuelta.
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