[dropcap]S[/dropcap]iempre he sentido simpatía, casi fascinación, por la bohemia decimonónica. Quizás porque en lo profundo, sin reconocerlo abiertamente, me identifico con bastantes de sus principios, al menos con aquellos que implican un punto de rebeldía contra la convención social de la época y el lamento ante la imposibilidad de dar luz a un talento artístico, con frecuencia meritorio, que el establishment de la época se negaba siquiera a considerar.
El espíritu de la bohemia es sin embargo una constante que cada época expresa de manera diferente, pero cuando en él percibimos el refulgir de los rescoldos de la Belle époque, no sé porque, hay algo que termina por atraparnos. Por ello, supongo, en El Corrillo atraía sobremanera la figura del poeta Adares, perpetuada póstumamente por Casillas. Con su verso demoledor en cada poema «se atrevió a ser palabra» y a llenar de poesía el tránsito porticado hacia el ágora. Atrás quedó también la ternura que inspiraba el tío Celes por Arcediano mientras ofrecía unos versos, fotocopiados, en la cuartilla que apenas sostenían sus manos trémulas. Vendía su poesía para malvivir cuando el párkinson apenas le permitía tocar el órgano.
Mi amigo Serafín es, del mismo modo, un bohemio postmoderno con anclajes en el XIX, el siglo paradigmático para tal opción de vida. Él hace y pone y quita las calles de Leganés, impelido por el destino a pensar por aquellos que nunca lo hacen, igual que el coloso de Rodin ante la Puerta del Infierno. Es un filósofo de la vida, la Historia y el fútbol, cuestiones imprescindibles para comprender el devenir del hombre hodierno. ¿Se puede explicar al ser humano desde el fútbol? Por supuesto que sí. Serafín lo consigue en Platón en Anfiel, un libro que de llevar la firma de Jostein Gaarder hubiera sido secuela de El mundo de Sofía para forofos con inquietudes intelectuales. Pero él no tiene pretensiones y lo deja fluir mientras, errabundo, patea entre las brumas y vapores invernales las calles que abrazan al Butarque: «salgo a la plaza vieja de bancos duros y muertos, / rígidos de desazón y derrotas innumerables. / Sobre esos bancos / encuentro hombres inmensamente rotos, / olvidados de Dios».
La calle, la noche, el banco del paseo, la soledad, el fútbol, las amarguras del ayer y las que llegarán, la dicha y la vorágine interior del que sufre porque sabe y ve lo que los demás no quieren conocer son el sustrato que nutre su poesía. Sí, también es poeta, otro poeta de la bohemia, que pasó por Salamanca y sigue llevándola en el corazón. Sus poemas son con frecuencia berroqueños, como la Sierra de Gredos, como el espíritu forjado por los golpes del existir. Me tocó el corazón saber que un arrebato de rebeldía y desesperación llegó a publicar sus poemas en el perfil del WhatsApp, la hoja volandera de los millennials…
Con uno u otro revestimiento, la bohemia continúa abriéndose camino en nuestros días, más cuando «hay un hombre al que se le ha roto la memoria».