[dropcap]C[/dropcap]ontinuamente asistimos a este drama mundial del esperpento humanitario, que reboza en la harina mundial del pasotismo una culpabilidad que nos señala, por mucho que escondamos la cocotera en el pozo de las justificaciones.
Siria es ese país que acunó las culturas que besaron con más trascendencia la historia del mundo. Una tierra donde convivían, como en pocos lugares del oriente, las distintas confesiones religiosas. En Latakia, muy cerca de Ugarit, donde nació el alfabeto cuneiforme, se alza una mezquita sobre las mismas paredes del convento cristiano de los padres franciscanos. Esta ejemplar convivencia religiosa, se puede apreciar con más nitidez subiendo a la parte alta de Damasco, para ver cómo las cúpulas de las iglesias cristianas conviven compartiendo espacio en las alturas con los minaretes de las mezquitas musulmanas.
Deberíamos conocer y no olvidar que Siria acogió a quienes huían del desastre de las guerras que surgieron por motivos religiosos o políticos en aquella zona geográfica donde, con tanto celo, nuestro primer mundo sustenta intereses con hedor a petróleo. Intereses que obligan a apoyar sublevaciones bajo inventos y estratagemas propias de las dictaduras trogloditas.
Siria acogió al pueblo kurdo, muy cerca de los restos de la Basílica de San Simeón el Estilita en la frontera turca y en los últimos tiempos a los iraquís que huían del invento de una guerra basada en bombas de destrucción masiva, que solo adivinaron, en sus sueños, tres políticos macarras de una época para olvidar…
Y ahora ese pueblo sirio, apaciblemente acogedor, forma parte de la diáspora inhumana que, buscando en Europa aliento para vivir, encuentra los grandes muros de la indiferencia y el rechazo.
Tendríamos que meternos, por simple empatía humanitaria, en la piel de esos niños que continuamente son cercados por el terror que brota de las entrañas de este mundo deshumanizado y tan pendiente del poder y del dinero. Tendríamos que meditar si, con el ahorro de tanto gasto superfluo, de tantos euros despilfarrados por los políticos de este periodo tan variopinto y desastroso, no se podría socorrer a quienes aporrean las puertas de nuestra tranquilidad pidiendo ayuda.
Lo de Turquía es un ejemplo más de esa montonera de despropósitos egoístas que nos van llevando al desastre humanitario que denuncia la precariedad humana que vestimos en este tiempo borracho de egolatrías materialistas.
Quienes huyen de la persecución política y de la guerra deben tener el derecho a ser acogidos, pero sobre todo a ser respetados y consolados por quienes de momento vivimos inmersos en esta gran carcajada del espectáculo consumista.