[dropcap]N[/dropcap]os precipitamos corriente abajo por el caudal del regato que recorre de norte a sur toda la calle; habíamos embarcado nuestra curiosidad en un galeón de papel para descubrir hasta donde llegaríamos con esta navegación; para tal fin no quisimos que fuera una nao de madera, pues en caso de naufragio no dejaríamos restos por ahí desperdigados. En la época a la que nos hemos trasladado dicha calle se llama La Alberca —de los Condes de Crespo Rascón, ahora—; el motivo no es otro que la cantidad de agua que por ella discurre o se acumula —otras hay con el mismo nombre y por el mismo motivo—.
A modo de escala viajera paramos a conocer un «vetusto edificio» que por estribor aparece, casa del siglo XV que tal vez destaque más por la tranquilidad de su patio interior que por la sencillez de su fachada; pertenece a Juan de Ovalle Godínez y Juana de Ahumada (su mujer y hermana de Teresa de Jesús) y hasta la llegada de la Santa ha servido de alojamiento estudiantil —«se la tuvo dispuesta y desembarazada de estudiantes un piadoso artesano salmantino, Nicolás Gutiérrez…»—; palabras de ella: «la casa era muy grande y desbaratada y con muchos desvanes…».
Desde Ávila, en este año de 1570, se han desplazado la madre Teresa de Jesús y su compañera María del Sacramento «para constituir la séptima fundación de sus conventos, dedicándola al glorioso patriarca San José»; se lleva a cabo a instancias del rector de la Compañía P. Martín Gutiérrez y licencia concedida por el obispo de Salamanca Pedro González de Mendoza.
Instaladas en la nueva casa y debido a la condición de los anteriores inquilinos, desalojados con urgencia, las dos mujeres —más bien la monja de mayor edad— sienten temores y desasosiego ante unas posibles represalias, pero «como habíamos tenido dos noches malas, presto quitó el sueño los miedos».
En el patio quedará una placa conmemorativa de tal evento que redactará en 1876 el cronista de Salamanca Villar y Macías; se menciona también en ella el éxtasis doloroso que experimenta la Santa y le inspira famosa glosa, pero no refleja otro hecho importante reconocido por ella posteriormente: «hallándose la Madre en Segovia, se apareciese en Salamanca, sin haber faltado de aquella ciudad, para consolar y advertir a una religiosa aquejada de grave enfermedad…». «Poco más de tres años permanecieron las religiosas en esta casa, de la que, por su humedad y pésimas condiciones, salieron para establecerse en…»; cinco serán, en total, las moradas que ocupen hasta establecerse definitivamente en 1614 en el convento que fundarán en las «afueras de la Puerta de Villamayor».
Continuando con nuestro periplo hemos recogido, a través de su desembocadura, las aguas del regato del Anís y hemos pasado por la iglesia de las Úrsulas, la de Santa María de los Caballeros y entre la zona que años más tarde ocuparán la plaza de toros antigua y el palacio de Monterrey; enfilamos así la calle Ancha, que delimita actualmente la iglesia de la Purísima, para terminar navegando por la de los Milagros, de la que toma nombre el último tramo del arroyo que vierte en el río Tormes.
Ahora desde el presente y mirando hacia atrás, al final la travesía resultó más larga de lo esperado; no descubrimos el gran mundo pero sí estamos seguros de algo: en los libros se han perpetuado los hechos históricos acaecidos en los lugares recorridos por estos ya desaparecidos desaguaderos que peinaron la ciudad.