Estamos bajo la influencia del Norte de Europa, y ese maldito Norte nos impone los grises que toma de su ahumado cielo (Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta, Cap. 2 de Parte I)
[dropcap]C[/dropcap]uando los sobradamente informados medios de comunicación del llamado mundo occidental apenas advertían sobre el avance de una epidemia en China, la OMS emitía, el 2 de febrero, un informe anunciando la expansión de un coronavirus, el COVID 19, informaba de su toxicidad y lo calificaba de “infodemia masiva”. La denominación estaba ligada a «la sobrecarga de información, tanto cierta como falsa” que acompañaba su difusión. Desde entonces la toxicidad, la incertidumbre y el pánico han ido creciendo por la combinación de una dañina desinformación, una arrolladora evolución y una inerme respuesta científica.
Y, también, por una desarbolada e improvisada reacción política: en todos los países, en todos los niveles administrativos, sin diferencia de colores políticos. Nos enfrentamos a un patógeno más silencioso y más transmisible que la gripe, y, de momento, potencialmente más mortal. Todo ello exponencialmente multiplicado por la precariedad de recursos sanitarios y la insolvencia de los sistemas de salud, ocasionadas por el austericismo económico que sobre las políticas de la Europa del Sur impusieron los poderes corporativos financieros, sus aparatos mediáticos y sus capataces políticos. Realidad contextual que muchos no quieren recordar y algunos no quieren que recordemos.
Uno de los obstáculos instrumentales a los que se enfrenta la lucha contra la epidemia es la escasez de respiradores, especialmente de los más avanzados, los respiradores con forma de burbuja. Semejante diseño desempeña una doble función en el impulso a la recuperación de los pacientes: por una parte, bombean oxígeno a los pulmones de los contagiados; por otra, ayudan a prevenir que los infectados propaguen el virus a través de la expulsión de partículas aéreas o restos de flemas.
Pues pasando de la tragedia sanitaria en la que estamos al desastre social y económico que va a alcanzarnos, creo que no hay mejor metáfora que explique la actual encrucijada política europea: en la UE no hay respirador. Y no porque no lo tengamos, sino porque la nomenklatura que coloniza las instituciones comunitarias bloquea una creciente integración política y económica de Europa y no quiere ceder en sus privilegiadas posiciones. Y lo hacen desde la pretendida ilusión de que a ellos no va a llegarles la infección que está devastando a los países del Sur. Tras el naufragio de las reuniones de febrero para preparar un acuerdo en torno al Marco Financiero Plurianual (MFP) 2021-2027 (vamos, los próximos Presupuestos Europeos), Unai Sordo y Javier Doz lo explicaban meridianamente claro en un artículo publicado en Infolibre el pasado 23 de febrero: El éxito de los miopes.
Después del fracaso de la Cumbre Europea del 26 de marzo, y a punto de cerrar el plazo que ellos mismos se impusieron, la UE se puede adentrar, de nuevo, en un camino tortuoso. No es solo el virus biológico el que anda suelto, ha vuelto el letal virus político que infectó Europa durante las crisis del 2008, de Grecia o de las Migraciones. Es un virus de dos caras, el de la insolidaridad y el de la falta de respuestas, es un virus que corroe y deslegitima a las instituciones europeas. No lo avisa un populista antieuropeo de derechas, o un anarquista anti institucional o un rojo desatado. Lo denuncia Jacques Delors, Presidente de la Comisión entre 1985 y 1995: “El clima que parece reinar entre los jefes de Estado y de Gobierno y la falta de solidaridad europea representa un peligro mortal para el club comunitario”.
No es solo el virus biológico el que anda suelto, ha vuelto el letal virus político que infectó Europa durante las crisis del 2008, de Grecia o de las Migraciones.
Conte y Sánchez, frente a las intransigentes posiciones de los representantes de Países Bajos, hicieron bien en rechazar el camino que se les proponía, pero podían haber respondido con más contundencia. Lo hizo António Costa, Primer ministro de Portugal. No sólo por haber desnudado la naturaleza de la propuesta neerlandesa, «¡Re-pug-nan-te!», sino por haber situado a los dirigentes del frente de la austeridad como los reales estrategas de la división europea: “Y si no nos respetamos los unos a los otros, y no comprendemos que ante un problema común, tenemos que dar una respuesta común, es que no hemos entendido lo que es la Unión Europea. Si algún país de la Unión Europea cree que se resuelve el problema dejando el virus suelto en otro país, está muy engañado”.
No se trata de provocar con retóricas desafiantes, mucho menos de fanfarronear con posibles abandonos. Ni siquiera ante declaraciones, como la última oferta que ha hecho M. Rutte, Primer Ministro neerlandés, ante su Parlamento: «no es un préstamo, sino un regalo», que esconde la negativa a afrontar de manera mancomunada un problema común mediante un mero lavado de cara, supuestamente caritativo y sostenidamente cínico. Se trata de establecer una posición firme sobre propuestas que tengan cabida dentro del marco legal y constitucional de la UE: la emisión de bonos europeos, los coronabonos, para financiar colectivamente la deuda que está desatando la emergencia sanitaria. La mutualización de la deuda es medida inteligente que la situación requiere. Siempre que el ineludible coraje de los gestores políticos esté a la altura del desafío. Dicho todo lo anterior, sin desdeñar lo que otras instituciones europeas como el Parlamento Europeo o el Banco Central (con C. Lagarde dándose un zasca a sí misma) están en creciente oposición al Consejo y a los gobiernos bloqueadores de la solidaridad.
Y, también, señalando que a la ciudadanía europea de izquierdas nos gustaría escuchar, más pronto que tarde, un posicionamiento claro y decidido de la Confederación Sindical Europea. Y, de igual manera, por la Izquierda Política, unas líneas de actuación que nos ofrecieran garantías de que la respuesta de las fuerzas de ese signo será conjunta y cooperativa.
Hay que trabajar con paciencia e inteligencia una alianza sólida entre Portugal, España e Italia (desafortunadamente la cadena de la deuda de Grecia limita su capacidad de movimientos), atraer a Francia y obtener acuerdos blandos o flexible con los Países Bálticos, que, aparentemente, se han distanciado del frente austericista. Se trata de forzar un campo de tensiones que empuje a Alemania a abandonar su zona de confort de “Bernarda Alba distante”. O, por el contrario, forzarle a tomar ella su pulsión oculta, su tentación susurrante: el desmantelamiento de la Eurozona, la Europa a dos velocidades. Y el consiguiente caos en el que, ilusoriamente, piensan que estarían más a salvo.
Quiero creer que, en el último instante, antes de entrar en caos, todos tendríamos claro que sería preferible la mutualización del impulso económico, la profundización en una política fiscal comunitaria y el desarrollo democrático de las instituciones rectoras de la Unión Europea. A la espera de los acuerdos de las negociaciones que hoy se inician, los anti europeos son los dirigentes del frente de la austeridad (Países Bajos, Suecia, Dinamarca y Austria), no los partidarios de la cohesión (Portugal, España e Italia).
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