A Ventura Blázquez, in memoriam
[dropcap]N[/dropcap]os dejó hace dos días, sin preverlo, y casi sin saberlo fue enterrado a las dos horas, a toda prisa, como si hubiera algo que ocultar, sin funeral, sin despedida, sin asimilarlo siquiera por los suyos. Será legal, lo aconsejarán las circunstancias, pero no puede resultar más abyecto ni inhumano. ¿Dónde queda entonces la diferencia con el animal? ¿Dónde la honra que merece la memoria de cualquier persona?
Detrás del número, sume a la lista o no, hay un nombre, como el de Ventura en Macotera, que vivió los años difíciles de la posguerra y salió hacia Alemania en los años de la emigración, para trabajar y ahorrar e invertir en España, contribuyendo al espectacular crecimiento económico del Desarrollismo. De regreso, tras la crisis del 73, siguió trabajando hasta su jubilación, que llenó, entre otras actividades, con la artesanía de la madera. Un nombre, una vida, una trayectoria que se cercena en medio del silencio más atroz, en la casi clandestinidad. Miles de nombres, miles, decenas de millares de vidas y trayectorias que están siendo enveladas en esta situación de desamparo.
Decía Cicerón, en una prodigiosa y conocida antítesis, que «la vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos». Es algo específicamente humano, aunque la pena sea compartida con otras especies animales. Pero para interiorizar la pérdida y naturalizar su asimilación, se requiere el tránsito por ese itinerario psicológico, con sus etapas, que denominamos duelo. Es algo variable, diferente en cada persona, cultura o época. Hay que vivirlo y asumirlo y apoyarse en esos rituales que fijan las fases del proceso interno de asunción de la pérdida. Los rituales forman parte de nuestro comportamiento atávico. Desde el alba de la humanidad que se dijo sapiens han quedado consignados en el registro arqueológico. Privar del rito supone una amputación traumática en el recorrido por el dolor que, inexorablemente, dejará sus secuelas.
La memoria de los difuntos debe quedar preservada en el recuerdo de los vivos, pero tiene que hacerlo de una manera sana, aminorando en lo posible las patologías consecuentes a un duelo mal gestionado en sus procedimientos, que es lo que sucede con la privación del ritual inherente a la muerte. Porque ahora la muerte se oculta, nos la están ocultando, cubriéndola con un velo, omitiendo las imágenes del dolor en los medios que hicieron de la casquería mórbida su seña de identidad. Los números son necesarios y tendrían que ser veraces, que actualmente no lo son, pero sin olvidar que en cada cifra agregada, hay un nombre, como el de Ventura, y un rostro y unos allegados que padecen tras el muro del confinamiento. ¡Dichosos muros!
Todo esto se está escondiendo, como si la sociedad fuera menor de edad y hubiera que distraerla de aquello que todavía no es capaz de asimilar. Una sociedad adulta y madura tiene derecho a conocer la realidad, por muy dura y dolorosa que sea. Solo así, honrando la memoria de sus muertos, podrá estar en condiciones de superar el trauma colectivo que padece.
2 comentarios en «De la muerte envelada»
estupendo artículo
Gran retórica