Opinión

La calle que nos señala

 

[dropcap]D[/dropcap]espués de 40 días de encierro, como un actor acojonado en su debut, he salido al escenario callejero. Como si estuviera metido en un fantasmal largometraje o en una perpetua pesadilla, he supuesto, aterrado, que me observaban muchos ojos inquisidores tras las ventanas. Sentir en pleno día únicamente el sonido de tus zapatos es espeluznante. Un agobio seguramente con tintes hipocondriacos, me hizo suponer que en cualquier momento aparecería un monstruo alienígena o algún sheriff legendario, exigiendo explicaciones de mi extraño rumbo por la ciudad desierta.

 

Nunca había experimentado un deseo tan apremiante por retornar a este espacio hogareño que para suerte mía me protege. Y es que cada vez que nos habla el señor ministro de la pobre sanidad desprotegida, se me despeña la poca confianza que me queda por los precipicios del carajo. Ni contar ya puedo el calambre que sufren mis entendederas cuando don Simón trata de hacerme olvidar que en vísperas del desastre nos metió la trola de que pasaría de largo el bicho.

Lo peor es esto: tener perdida la confianza en quienes deberían sacarnos del incendio y comprobar que, al otro lado, cuando buscas salvadores, solo ves caretos con rasgos de urnas y votos.

Ahora nos queda salir de esta desazón, sin olvidar que estamos obligados cuando sea posible (porque el negocio democrático es nuestro) a cotejar facturas y poner al día las cuentas, examinando cada asiento y cada decisión mal tomada. Y si para cuadrar el balance es necesario abrir los libros contables de otras añadas, pues a buscar en el archivo, que para eso está con ganas de rendir cuentas la historia y la memoria de la verdad.

La espeluznante sepultura común, donde yacen miles de españoles, tiene que tener escrito sobre su mármol de dolor, más allá de los datos, cómo se tejió el desastre.

Vamos, que, pese al anuncio, con rectificación incluida (como no podía ser de otra forma) de la salida de los niños al recreo nacional, mi nieto seguirá viendo la calle desde el balcón, metido en ese juego fantasía que su entorno ha sabido crearle. Mi nieto tiene la suerte de que, en su patio de vecinos, un maestro de ceremonias espectacular, programa una gran fiesta cada día. Fernando se ha convertido en un ángel que cada atardecer convierte su actuación en un milagro que promueve la ilusión entre vecinos.

Pequeñas iniciativas que tejen de forma ejemplar por todo el territorio español la valía de un pueblo que sin duda será capaz de pisotear la diminuta alimaña.

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