Opinión

Primero de mayo: lo que los muertos nos advierten

El monumento espartaquista.

[dropcap]H[/dropcap]oy es Primero de Mayo. La jornada que evoca las luchas y sufrimientos que permitieron hacer del mundo un lugar más habitable y digno para la mayoría de las gentes del común, para nosotros. El día para celebrar la construcción de un dispositivo, el Sindicato, que multiplicó la capacidad organizativa de las clases trabajadoras. La fecha que recuerda que los derechos laborales, sociales y de ciudadanía nunca han sido una concesión rumbosa de los privilegiados. Circunstancias que en estos tiempos de confusión quedan ocultas por la manipulación de las élites conservadoras para construir un imaginario de desprestigio sobre esas significaciones, por los errores y el descuido de las organizaciones herederas de esos valores, por el desapego y la indiferencia que nos inoculó nuestra entrega al consumismo. Pero deberíamos reflexionar sobre lo que los muertos no paran de advertirnos.

Mies van der Rohe, arquitecto clave de la Modernidad. Uno de los muchos que propició el ascenso de Hitler y que fue beneficiado como director de la Escuela Bauhaus, en los Años Treinta, cuando cambió sus estatutos y purgó al profesorado y alumnado de izquierdas. Antes de ello, en 1926, fue encargado por el Ayuntamiento de Freidrichsfelde, para remodelar el cementerio que alojaba los cuerpos de los militantes obreros, dirigentes de partidos democráticos y socialistas y  miembros del movimiento espartaquista de 1919, entre ellos Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Van der Rohe creó un espacio delimitado por un muro conmemorativo de ladrillo rojo, que fue destruido por los nazis en 1935. Como suburbio oriental de Berlín, tras la II GM, esta barriada quedó integrada en las fronteras de la República Democrática Alemana. En 1951, los dirigentes comunistas remodelaron el lugar, organizando un círculo con las tumbas de los dirigentes históricos y elevando, en el centro, un monolito en el que está inscrito el lema “Los muertos nos advierten”.

Daniel Salgado es un periodista galego de instinto. Su mirada es inteligente, transversal y compleja. El libro A contradición permanente. Conversa sobre cinco anos de política convulsa (2012-2017) recoge un extenso parlamento con Martiño Noriega, el alcalde compostelano de Las Mareas, y constituye, para mí, uno de los más lúcidos registros sobre las esperanzas, límites, contradicciones, logros y frustraciones del ciclo inaugurado por los movimientos del 15-M. Es también un enorme poeta capaz de remover el volcán de la realidad para que nos alcance la furia, el espanto y la ternura que contiene. Un intelectual comprometido al que nos impide conocer la torre de marfil en la que habitamos quienes hablamos una lengua mayoritaria.

Su poema Berlín puede servir de homenaje a cuantos trabajaron por construir la Utopía de una sociedad que integrara a los desheredados, a los expulsados a la cuneta de la Historia.

Estamos en medio de una crisis sanitaria de dimensiones desconocidas y novedosas, pero no sólo. Como comprobamos en los medios y en las redes, en nuestro país existe una agitación política que no ha dejado de crecer y que está amplificándose. Lo que está en juego es el control y domesticación de la pandemia, pero de manera cada vez más descarada la disputa político estratégica para controlar el relato de la asignación de responsabilidades. Y, sobre todo, por establecer una relación de fuerzas de la que dependerá la recuperación de los derechos sociales minados y recortados desde 2008 o el desfondamiento definitivo de las bases y de los logros que se defendieron en los Primero de Mayo que han sido. Los muertos nos lo advierten.

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