[dropcap]A[/dropcap] mí me hizo asiduo Rodríguez Pascual, don Francisco, por eso de que el café era mejor que en el otro establecimiento, cercano, donde solíamos disertar un poco de todo. Pero el café, bien preparado, no fue al final tan importante. El Alcaraván es uno de esos establecimientos ya añejos y castizos que, impertérritos, saben mantener su personalidad. Esteban, que fue guardián matutino hasta su jubilación, hacía gala de ello. Con una reformita y un guiño al turismo ganaría más, pero perdería su esencia y dejaría de ser un espacio para el encuentro reposado y la buena conversación, la lectura y esos otros negocios igual de lucrativos que comienzan a ver la luz en torno a un buen café. Por eso es un lugar, con historia y encanto, que acaba enganchando hasta formar parte de la vida de quienes lo frecuentamos.
Y se le echa de menos, como tantas cosas sin aparente importancia en las rutinas que nos hacen como somos. Cercanos ya al pentecostés doloroso del encierro y privación, afloran con añoranza los recuerdos, demasiados, de lo mucho que allí se ha vivido. Ahora es Ángel, amable y discreto, quien te atiende por la mañana. En los otros turnos están Héctor, que de casta le viene al recoger el testigo de Chema y Manoli, de la primera generación, la atentísima Myriam y Raúl, otro veterano de la causa. Junto a ellos pasamos muchos momentos agradables, que van prendiendo en la remembranza del cariño, y nunca encontramos ocasión para agradecérselo.
El Alcaraván es uno de los pocos espacios típicos que aún quedan para el sosiego en el casco viejo de Salamanca. Su penumbra, tamizada entre dos luces, seduce instintivamente, igual que la música, siempre la adecuada, y el aroma a café bien servido. Atrae también esa pila con surtidor donde quedan lo céntimos perdidos, símbolo identitario junto a las mesas que conocimos en fotografías sepia y los bancos que sin parecerse evocan El vagón de tercera de Daumier, las láminas de Escher, hermoseadas por pátinas amarillentas de los tiempos que ya fueron…
El Alcaraván es su ambiente, junto a la gente habitual. No lo concibo sin las charlas interminables con Alén, el pintor, las discusiones bizantinas con Manolo Ferreira, poeta metido ahora a novelista, o el fotógrafo Pablo de la Peña. Allí también transcurren los encuentros con Asunción Escribano, polifacética, y su marido Fernando, entrañable compañero de estudios, ahora editor de libros. Allí vamos los de siempre a contarnos lo de siempre. Allí quedó el afecto de Tomás y Tomé, que nos dejaron, por allí aparecen José Javier, Luis Miguel y María José cuando vuelven a Salamanca, allí compartimos con los que van y vienen en este acontecer de la cultura. Porque allí se aprende en las tertulias apasionadas sobre lo sacro y lo mundano, se preparan libros y revistas, exposiciones y actos de todo tipo. Es una parte de la vida que se nos ha ido y ansiamos recuperar lo antes posible, aunque seguramente será ya de otra manera.