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Opinión

Decrepitud

La estatua de Francisco de Vitoria en la plaza del Concilio de Trento. Foto. Pablo de la Peña.

 

Reflexión ante el monumento a Francisco de Vitoria

 

[dropcap]L[/dropcap]a plaza del Concilio de Trento es un lugar acogedor. Allí, al frescor del atardecer en los días del estío, la fachada de San Esteban acrecienta su grandiosidad con la luz oblicua del sol que se esconde. Y la estatua de Francisco de Vitoria siluetea ante el convento con las primeras sombras, mientras los escasos paseantes pasan de largo. San Esteban lo llena todo. Es monumento, historia, símbolo. Con él Salamanca se hizo universal. Allí residieron los integrantes de una escuela de pensamiento de la que apenas se habla ni en la ciudad que lleva su nombre.

Y sin embargo, en la sede ginebrina de la Sociedad de Naciones (ONU actualmente), en el techo de su sala principal, una pintura colosal de Sert se titula La lección de Salamanca y rinde homenaje al fraile que puso las bases de los derechos humanos y el Derecho Internacional; los jardines de la ONU, en Nueva York, acogen una estatua de Vitoria para reconocer al fundador del Derecho de Gentes; en Washington, muy cerquita de la Casa Blanca, se exhibe un desconocido busto de Victorio Macho dedicado al teólogo burgalés que se hizo salmantino…

Leía hace un mes la noticia del fallecimiento del historiador Ramón Hernández, egregio macoterano, dominico y máximo conocedor de Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca. Su recuerdo fue inevitable en aquel momento crepuscular de la plazoleta tridentina. También la pregunta sobre qué pensaría si hubiera llegado a contemplar la locura iconoclasta que escenifica el resquebrajamiento de nuestra civilización. Es así. Asistimos al declive del Occidente contemporáneo. La demolición de los pilares sobre los que se sustenta una civilización es sintomática. La iconoclasia es solo la parte más visible, la punta de un iceberg que oculta la mayor parte del volumen a quienes no son capaces de mirar en lo profundo.

Arnold Toynbee, en su monumental Estudio de la Historia, analiza con perspicacia el devenir de las civilizaciones. Todas tienen su génesis, desarrollo, colapso y desintegración. También la nuestra, que lleva años mostrando signos de agotamiento. Vitoria, cuyo pensamiento se adelantó tres siglos, puso los cimientos de la mayor conquista del hombre contemporáneo, la defensa del ser humano por ser sujeto de derechos, con todo lo que implica. Negar el fundamento neotestamentario y tomista en este corpus doctrinal que nace en Salamanca y se prolonga con Suárez, Grocio, Locke, Montesquieu, Rousseau, Jefferson, Sieyès… resultaría oprobio para el rigor y la verdad. En ese sustrato radica la continuidad de una forma de entender al ser humano que cristaliza en el Medievo occidental y perdura hasta la contemporaneidad, nuestra era, que pese a ser testigo de las mayores atrocidades de la historia, ha sido capaz de conceder al ser humano la mayor dignidad, libertad y bienestar de todos los tiempos. Y en el eje de este proceso se erige, enorme, la figura de Vitoria.

Me preguntaba, al declinar el día, si la barbarie llegaría también ante la estatua de Vitoria. Ultrajados Abraham Lincoln (¿por republicano?) y fray Junípero Serra (¿por fraile y español?) ya no hay límite que detenga a las hordas bárbaras que cada cierto tiempo aceleran el final de las civilizaciones decrépitas.

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