[dropcap]O[/dropcap]cho meses después de que el Covid-19 empezara a complicarnos la vida, el gobierno Sánchez sigue dando tumbos en su lucha contra la pandemia, sin dar con una estrategia firme y coherente para doblegar a un virus que, tras la falsa tregua veraniega, ha vuelto a ponernos contra las cuerdas.
En marzo, tras una súbita expansión que nadie supo pronosticar, de la noche a la mañana no hubo más remedio que cortar por lo sano de un confinamiento general que, si bien consiguió doblegar con gran esfuerzo el tristemente célebre pico de la curva, no impidió la catástrofe de muchos miles de muertos (en Castilla y León no menos de 4.500 entre primeros de marzo y finales de mayo). El gobierno socialista asumió en exclusiva el coste político de un confinamiento asociado a un estado de alarma cuyas sucesivas prórrogas le reportaron todo un calvario parlamentario, con el PP a la contra acusándole sin conmiseración de utilizar dicha prerrogativa constitucional poco menos que para socavar las libertades públicas. Recuérdense aquellas concentraciones de los «cayetanos» en Núñez de Balboa saludadas con indisimulada complacencia por la inefable Isabel Díaz Ayuso.
Seguramente escaldado ante el desgaste sufrido para sacar adelante las últimas prórrogas del estado de alarma, el gobierno Sánchez ha optado en esta segunda oleada de la pandemia por compartir con los gobiernos autonómicos la toma de decisiones. Es lo que se ha dado en llamar cogobernanza, una corresponsabilidad imprescindible e inevitable en un Estado en el que el grueso de las competencias sanitarias esta transferido desde hace lustros a las comunidades autónomas.Vino después un caótico proceso de desescalada acelerado por la presión de los agentes económicos, a la que fueron muy sensibles tanto el ministerio de Sanidad como los gobiernos autonómicos, protagonistas estos últimos de una desenfrenada carrera para alcanzar cuanto antes la meta de la «nueva normalidad». Abundaron los cambios de fase sin respetar los plazos establecidos ni guardar las formas, de lo que aquí tuvimos un escandaloso ejemplo cuando Alfonso Fernández Mañueco anunció un salto de fase sin contar con la consejera Verónica Casado y menos aún con ese comité de expertos que en esta segunda oleada ha utilizado a conveniencia como pantalla para justificar las duras medidas últimamente adoptadas.
Sin embargo, este modelo de cogobernanza no está siendo ni el más eficaz ni el mejor articulado para afrontar el desafío de esta segunda oleada de la pandemia. Al gobierno Sánchez se le ha ido la mano a la hora de delegar capacidad de decisión en los presidentes autonómicos, lo que ha dado lugar a que cada comunidad se haya lanzado a actuar por libre, eligiendo a la carta las medidas a tomar. Aquello tan repetido de que el virus no conoce fronteras territoriales ha sido olímpicamente ignorado y en la práctica las comunidades autónomas se han convertido en compartimentos-estanco en detrimento de una estrategia común que debería ser absolutamente irrenunciable.
Ejemplo máximo de tan lamentable renuncia fue la de acceder al capricho de la presidenta madrileña a aplicar un confinamiento perimetral limitado a los puentes festivos, contraviniendo lo establecido en el propio decreto del estado de alarma, que fijaba una duración mínima de 7 días para los confinamientos perimetrales a decidir por los gobiernos autonómicos. A partir de ese relajamiento con la comunidad madrileña hemos asistido a un carrusel de decisiones y ocurrencias que no parece tener fin.
En lo que se refiere a Castilla y León, que ya se precipitó al imponer un toque de queda sin esperar a que el gobierno de la nación declarara el actual estado de alarma, ha decidido establecer a partir de este viernes el máximo nivel de alarma, que corresponde a una situación de «riesgo muy alto o extremo, transmisión comunitaria no controlada y sostenida que excede las capacidades de respuesta del sistema sanitario, y que podrá requerir medidas excepcionales».
Riesgo extremo, alerta máxima.- Ciertamente, los datos epidemiológicos confirman que en Castilla y León la expansión del virus se ha disparado de forma incontrolada. A fecha de hoy, Ceuta y Melilla aparte, somos la tercera comunidad autónoma, tras Navarra y Aragón, que registra mayor índice de contagios, con más de 800 casos confirmados por cada 100.000 habitantes. Con los criterios anteriores al toque de queda, que fijaban el límite en 500 casos confirmados, todas las capitales de provincia, excepto Soria, y demás municipios de más de 20.000 habitantes deberían estar confinados perimetralmente. La Junta califica como «gravísima» la situación epidemiológica y reconoce expresamente que Castilla y León «se encuentra en una situación de riesgo extremo, con transmisión comunitaria no controlada y sostenida, que excede las capacidades del sistema sanitario». Hace días que la consejera Casado advirtió que, de continuar la actual escalada de contagios, a mediados de noviembre los hospitales de la comunidad se verían colapsados.
A fecha de hoy se contabilizan 745 brotes activos asociados a 6.549 casos, tenemos 1.472 hospitalizados en planta y 205 en las UCI, que estarían ya colapsadas de no ser por las camas adicionales habilitadas, y el saldo de víctimas mortales se incrementa con alrededor de 30 fallecimientos diarios. Son ya más de 3.000 los usuarios de residencias de ancianos que ha perdido la vida a causa de la pandemia y, computados los enfermos que han muerto en sus propios domicilios, la cifra total de muertos en la comunidad autónoma se aproxima a los 7.000. El balance no puede ser más desolador.
En estas circunstancias se ha declarado el nivel de alerta 4 que conlleva el cierre total de la hostelería, de las grandes superficies comerciales y de los centros de ejercicio físico, junto con otra serie de limitaciones de aforo, todo ello mientras sigue vigente el toque de queda entre las 10 de la noche y las seis de la madrugada. Ello al mismo tiempo que el gobierno Mañueco viene instando al ministerio de Sanidad un nuevo marco que permita a la Junta decretar el confinamiento domiciliario.
Un coste político que se suma al imputable a una gestión sanitaria de la pandemia caótica y errática desde que el coronavirus hizo acto de presencia en Castilla y León. El último despropósito de la consejera Casado y de su mentor, el vicepresidente Igea, consiste en plantear una reforma en el Estatuto Jurídico del Personal Sanitario del Sacyl que recortaría gravemente los derechos laborales hasta ahora vigentes. Una auténtica provocación precisamente al colectivo de trabajadores que ha puesto en riesgo sus vidas, y las sigue poniendo, al servicio del resto de la sociedad. Todo un atropello en «pago» a su abnegada entrega para lucha contra la pandemia.A partir de esta cogobernanza, el coste político derivado de las medidas contra la pandemia ha dejado de recaer en exclusiva sobre el gobierno Sánchez. Las comunidades autónomas han comenzado, y de qué forma, a compartirlo. Bien lo sabe la Junta, que tiene de uñas a todo el sector de la Hostelería y acaba de oír como la patronal de la distribución califica de «discriminación injustificada» el cierre de los centros comerciales de más de 2.500 metros de superficie.
Del cocodrilo que supuestamente chapoteaba en aguas del Pisuerga nunca más se supo. De aquellas lágrimas vertidas por Verónica Casado en recuerdo de los compañeros caídos al pie del cañón, parece que tampoco.
1 comentario en «Un coste político a partir de ahora compartido»
Efectivamente en pago a los servicios prestados se pretende convertir al personal sanitario en los pagamos de la crisis quitándoles sus derechos. No se extrañen si las bajas laborales dejan sin personal a los hospitales y centros de salud.