[dropcap]N[/dropcap]uestros pueblos agonizan sin remedio. Por múltiples razones, evidentemente, pero la verdad es que la España interior que otrora conocimos ya no resulta viable. El hábitat rural del occidente meseteño, constituido por muchos y pequeños municipios, está condenado a desaparecer. Quedarán unos pocos lugares, los que resistan, como centros logísticos para la explotación del sector primario. Pero nada más. Hoy en día, tan solo el arraigo o el anhelo de una vida tranquila podrían compensar la carencia de casi todos los servicios, aunque eso únicamente lo valoran algún tránsfuga de la sociedad apresurada y, sobre todo, los mayores que resistieron al éxodo rural que, cual hemorragia demográfica, ha continuado hasta el presente.
Quienes hundimos las raíces en la provincia, los más, tenemos al menos un pueblo de referencia. De uno de ellos he vuelto a recorrer en estos días los caminos del ayer. Se trata de Turra de Alba, una pedanía de Pedrosillo de Alba a punto ya de quedar deshabitada. ¡Con la vida que tuvo hace medio siglo! Ha sido gracias a la lectura de los versos de Vicente de Vicente, maestro jubilado, turrano y residente en Sevilla. Con su lectura han aflorado los recuerdos de aquellos estíos primerizos entre la alameda que crecía a orillas de un regato sin nombre, el pinar al que se llegaba en diez minutos recorriendo un camino de tierra que, entre sus serpenteos, acogía la charca donde abrevaban las vacas, las viejas casas del pueblo, en su mayor parte de adobe, que llegaron a ser cuarenta y, sobre todo, esa iglesia mudéjar del siglo XII cuya torre se enseñorea siempre del paisaje.
De Vicente acaba de publicar un poemario, Caminos de Turra, que es una obra sencilla, escrita desde el pálpito evocador de la infancia para quienes nacieron, vivieron o pasaron por allí. En ella predominan los versos populares, copla y romance, junto a algún soneto. Una veintena de composiciones fundamentalmente visuales, descriptivas de aquellos lugares que al mediar el siglo XX aparecían tan hermosos ante los ojos de un niño. Habían sido toda su vida.
Las evocaciones tienen eso, que dulcifican las carencias de aquella España rural que aún no había iniciado el despegue económico. A pesar de todo, se percibía entonces algo más que indicios de optimismo y esperanza. Nada sobraba, y sin embargo los lugareños sabían encontrar la felicidad en los pequeños detalles de la vida. La remembranza de aquellos años, para quienes los vivieron, no suele mostrar el desgarro de los anteriores, hoscos por las secuelas de la guerra, duros por las carencias de la posguerra.
Las fotos en sepia de esos tiempos, en papel y el recuerdo, reflejan casi siempre el optimismo que se respiraba en unos pueblos que, sin saberlo aún sus gentes, estaban a punto de iniciar su progresiva decadencia. La memoria empieza ya a difuminarse, en Turra y en infinidad de lugares a punto ya de vaciarse. Por ello, cualquier iniciativa que surja para perpetuar todo lo que fueron y cómo marcaron a los suyos -es el caso de Caminos de Turra- será siempre agradecida y reconocida.