[dropcap]M[/dropcap]i deporte favorito en casa es bucear en archivos fotográficos, retomar momentos vividos, y en ocasiones reeditar alguna fotografía para aportarle otro punto de vista marcado por la perspectiva del tiempo.
Soy partidario de hacer una selección de archivos, para no acumular prendas colgadas en el perchero del olvido, pero nunca hinco el diente con determinación en esa selección, pues más de una vez me he arrepentido de haber eliminado algún recuerdo. Aun así, alguna vez he desestimado fotografías y he cruzado los dedos.
Una de las carpetas que revisé el año pasado data de diciembre de 2012. En ese año era socio de la Asociación Cultural Virgen de la Peña que organiza viajes culturales muy económicos. Era costumbre de esta Asociación ir a ver la Navidad madrileña y de paso visitar algunos museos y exposiciones de la capital.
Al revisar este archivo, he recordado con agrado dos visitas: la primera, a la exposición ‘De la Calle a las Estrellas’ que organizaba la Fundación Mapfre, en la que se presentaban diseños de Jean Paul Gaultier, una puesta en escena fascinante con maniquíes vestidos por el diseñador, que en ningún momento apartaban su inquietante mirada del visitante.
La segunda, al Museo Reina Sofía, con sorpresa incluida. Viene a mi memoria que después de andar por Madrid toda la mañana, tuvimos que guardar una larga cola para coger uno de los ascensores de cristal integrados en la fachada del edifico Sabatini. Una vez dentro del edifico le pregunté a un conserje si podía hacer algunas fotografías, me dijo que no había problema.
Empezamos la visita por el margen derecho del museo, íbamos de sorpresa en sorpresa, sin tiempo para interiorizar cada obra, sin tiempo para asimilar tanta información visual. Saltábamos de planta en planta como quien va de oca a oca y tira porque le toca. Madrid es para una vida y el Reina Sofía para todos los días.
En este tránsito de sala en sala, de repente, al mirar a mi izquierda asomó El Guernica por la entrada de una sala acondicionada solo para su exposición. Decidí entusiasmado hacer una fotografía del encuentro, de la sorpresa, de la primera vez, en la distancia, sin invadir su intimidad, sin molestar.
Me paré en seco, asenté los pies, enfoqué sin prisa y disparé antes de entrar en su exclusiva sala para disfrutarlo, pero cuál fue mi sorpresa cuando en el momento del ‘clic’, una amable conserje saltó delante de mí y sin tocarme desvió con la mano mi certero disparo.
Una vez repuesta de la estirada me dijo: “Disculpe, no se pueden hacer fotografías del cuadro”. Le pedí disculpas yo también, pues no lo sabía y mi intención no era hacer una copia del Guernica, sino inmortalizar un momento único: nuestra primera mirada.
Este archivo encontrado en el baúl del 2012 que hoy publico por primera vez, fue una tremenda sorpresa, pues me trajo un gran recuerdo y esta reflexión: realmente ¿de quién es la fotografía? Cierto es que yo fui quien disparó la máquina, pero no es éste el resultado que esperaba.
La conserje que interpuso su mano cambió el contexto original, creo un nuevo relato, reescribió el guion, hizo a su mano protagonista de una historia inesperada, en cumplimiento de su deber.
El factor sorpresa cambia total o parcialmente el contexto del momento. Esta suerte que no controlamos se da con asiduidad en la fotografía porque a diferencia, por ejemplo de la pintura, el definitivo momento del disparo marca la última pincelada, salvo que añadamos retoques en la postproducción.
¿Cuántas fotografías están tocadas por la mano del destino? Aunque no de un modo tan evidente, tal vez todas, y no podemos evitarlo, pues la fotografía como la vida misma se presta a circunstancias aleatorias ajenas a nuestra voluntad, en el éxito y en el fracaso, aunque casi siempre sean imperceptibles a nuestros sentidos.
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