[dropcap]N[/dropcap]o tengo muchas fotografías de mi infancia, alguna que otra de la adolescencia, imágenes decoloradas por el paso del tiempo. En ellas aparecen mis padres, mis abuelos y mis hermanos. Mirarlas reaviva el recuerdo, sobre todo de quienes ya no están.
Me pregunto cómo es posible que estos documentos con cincuenta o cuarenta años sigan entre nosotros después de tantas andanzas. Son como ese almirez de madera que nos acompaña toda la vida en un rincón de la cocina, majando el recuerdo de las manos que lo usaron, cada vez que lo miramos.
Cuando reflexiono sobre la digitalización de nuestras vidas, en la cual entró de lleno la fotografía, intento sopesar los pros y los contras con la mayor equidad posible. Al hacer un balance rápido, creo que pesan más los pros, por ejemplo, la accesibilidad social que ha dado a la fotografía la digitalización ha permitido tener un laboratorio fotográfico en el bolsillo, en el caso de los móviles, o en un ordenador que tenga un programa de edición.
El diseño de las primeras máquinas era relativamente sencillo, pero había que saber fotografía para comprender el porqué de cada acción. Sin embargo, ahora es posible usar la cámara digital sin conocer la técnica fotográfica, gracias al complejo software incorporado. A maquinaria más compleja, soluciones más fáciles.
Esta es para mí la parte negativa de la balanza. La excesiva facilidad que da lo digital no invita a esforzarse en aprender. Cuanto más fáciles hacemos las cosas, más las devaluamos y menos las apreciamos. Se puede estar toda una vida disparando la cámara digital y no tener nunca un criterio formado para analizar una fotografía. Personalmente, valoro de cada fotografía el conocimiento de quien la hace.
Todos los días vuelan millones de fotografías sobre nuestras cabezas envolviendo la atmósfera con momentos de nuestras vidas. La mayoría acaban en la papelera de reciclaje, un pozo sin fondo donde volcamos toda la chatarra que estorba a nuestros dispositivos.
Mientras, sobreviven en un viejo álbum o en una vieja caja de bombones las fotografías nacidas de un cliché. No son obras de arte, pero sí fueron apreciadas por una sociedad en que la fotografía era un lujo, y aunque después se hizo más popular, no dejó de ser un hecho excepcional.
¿Cuántos de estos recuerdos sobrevivirían hoy en día si fuesen digitales? No lo sé, posiblemente no llenarían la vieja caja de bombones. La inmaterialidad de la digitalización nos lleva a un uso exacerbado, sin tiempo para reposar el sentimiento.
Con seguridad, en un futuro no muy lejano, por motivos ecológicos, el papel será un artículo de lujo al alcance de pocos bolsillos, y nos acostumbraremos a los recuerdos digitales.
Hoy en día vestir bien y barato los recuerdos fotográficos ya es posible gracias a la digitalización, pero ¿tendremos interés en conservarlos durante décadas? Tal vez salga alguna vacuna para la nostalgia y no necesitemos revivir momentos.
El Blog de Pablo de la Peña, aquí.