[dropcap]N[/dropcap]os decía un anciano comunista de los años 70 que quien ostenta el poder suele rechazar por simple autodefensa la crítica periodística, aunque cacaree lo contrario en el establo de los afines o en las comparecencias públicas amaneradas.
Aquellas palabras nos las soltaba mientras veíamos en el televisor de una tasca de La Verneda, en Barcelona, cómo el Rey Juan Carlos tomaba posesión del feudo franquista. No voy a rememorar, porque es fácil suponer, lo que se dijo en aquella mini reunión clandestina sobre el regreso de los Borbones al trono.
Las palabras del comunista viejo (por edad y militancia) las he venido recordando con todos y cada uno de los distintos gobiernos que fueron haciéndose con las llaves de la Moncloa a lo largo de estos años embutidos en una permanente campaña electoral.
Todos los políticos, de un signo u otro, en sus mítines propagandísticos vendieron hormigoneras cargadas de nuevos propósitos, prometiendo, mientras criticaban a sus predecesores, que se someterían de forma continua al debate. Pero una y otra vez, lentamente se fueron encortinando en el palacio moncloíno para disfrutar, hasta la extenuación y sin interferencias, del momio nacional poltronero .
Por recordar no yéndonos muy lejos, don Mariano se convirtió en el monarca regente del plasma y escudándose tras los artilugios telemáticos camufló el pelaje para escapar, como lo hicieron los anteriores inquilinos del palacete, de cualquier pregunta embadurnada de mala leche.
Pero llegaron quienes habían hecho de la televisión un púlpito propagador de esencias prometedoras y, tontos de tanto cohete, pensamos que por fin íbamos a deleitarnos en el nuevo paisaje parlamentario, donde un gobierno tan novedoso dejaría en entredicho a quien tanto criticaron por pasarse largos meses escondido tras una pantalla.
Y claro, como no podía ser de otra forma, las palabras de López, el viejo comunista, volvían a tomar cuerpo en mi añoranza, cuando el doctor Sánchez se transformó en un predicador que, metido en enamoramientos televisivos, adormecía al país con unas homilías insufribles que daban la impresión de estar dirigidas a un grupo de bobos en apuros. Aquellos discursos sin sentido, obviando preguntas y críticas, comenzaban a ser propios de alguien que se ha fugado de la realidad, haciéndonos presumir que el temor a quedar en ridículo podría ser la antesala de esta escapatoria hacia los submundos de la fantasía, donde la gozan los vividores y saca pecho la fanfarria de pelotas que viven para hacer creer, a quien dirige el cotarro nacional, que lo está bordando.
Al final el paño vuelve a ser el mismo y los trajes que nos cortan una y otra vez dan el cante de las promesas que solo vuelven a tener lumbre cuando se presiente el rumor de las urnas.