[dropcap]E[/dropcap]staba ciertamente nervioso, porque Tundidor no daba señales de vida cuando faltaba una hora para su comparecencia en el cierre del curso de la Cátedra de Poesía Fray Luis de León. Cuando por fin aparecía en un hotel céntrico de la ciudad, mi nerviosismo estaba al límite. Ante aquella situación, irónicamente me pidió que parasemos a tomarnos unos vinos antes de entrar en la Pontificia. Menos mal que su mujer intercedió para que pudiésemos encaminar por fin nuestro paso hacia el aula universitaria, donde me había hecho saber Asunción Escribano que había un llenazo absoluto.
Cuando estábamos llegando a la UPSA, Jesús Hilario cae en la cuenta de que se había dejado en el hotel las gafas y que sin ellas era imposible intervenir en el acto. Y como cuando todo sale mal, más ha de liarse el ovillo: aquella botica estaba a tope de clientes. Mientras me cercaba un estado de nerviosismo inaguantable, por estar sobrepasada la hora del comienzo del acto, Jesús Hilario, con aquella gracia que era signo de su identidad, levantó la voz para dirigirse a los presentes:
–Perdónenme pero tengo un problema urgente y muy serio. Hace quince minutos tenía que estar interviniendo en la Universidad y no es el retraso lo que me mueve a dirigirme a ustedes, sino el estado paranoico que tiene mi acompañante, así que les ruego que me dejen comprar unas gafas de cerca para salvarle la vida.
Fue para mí un honor inolvidable presentar al poeta zamorano en aquel evento soberbio. Tundidor, pese al cabreo suscitado por el retraso, se ganó en sus primeras palabras a aquel público juvenil que llenaba la sala. Su ironía rebelde conectó con tal éxito con los estudiantes de la Facultad de Comunicación, que en el turno de palabra todo el mundo quería intervenir. Incluso cuando ya salíamos, los futuros periodistas rodeaban al poeta, no dejándole avanzar por el pasillo.
Aquella noche Tundidor me regaló su poemario Junto a mi silencio, premio Adonais 1962, con una dedicatoria que, releyéndola en estos momentos, se me abre el corazón, al saber que ha partido para siempre hacia el eterno hogar de las estrellas.
Tundidor vive en sus libros y en ellos podemos reencontrarnos con él, con el poeta que supo libar la palabra, desde una aventura de matices que abonaron su espíritu creativo, fruto de una constancia, sin cortapisas ni fronteras que mermasen su ensoñación pulcra y precisa. Un poeta valiente, que sacó de la misma raíz de la tierra el humanismo que presidió su extensa y admirable obra.
Releyendo su poemario Nada sabe la noche, surge la rabia de no haber llevado a cabo la promesa que nos hicimos de perdernos en la bruma del anochecer madrileño por La Latina y bebernos en jarra de barro zamorano el vino de la frescura gamberra, brindando por aquel momento existencial irrepetible.
Descansa en paz amigo mientras sigues regalándonos el aliento de tu verso.