Opinión

¿Qué tratamientos debe financiar el sistema sanitario público?

Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay

[dropcap]E[/dropcap]l gasto farmacéutico es una parte muy importante del gasto sanitario. En un sistema público, financiado con impuestos por los ciudadanos, la equidad es fundamental, pero al tratarse de un sistema con presupuestos finitos determinados por los gobiernos, inevitablemente surgen preguntas: ¿Qué papel juegan los políticos al determinar los presupuestos? ¿Qué papel los gestores al administrarlos? ¿Qué criterios se siguen para determinar que tratamientos se incluyen en la cartera de servicios y quien los determina? ¿Es posible atender todas las demandas de ciudadanos, pacientes y familiares? ¿Qué papel juegan los médicos en la toma de decisiones? ¿Cual las asociaciones científicas y profesionales?¿Qué papel las asociaciones de pacientes?¿Qué papel juega directa e indirectamente (a través de los actores antes descritos) la industria farmacéutica?

La toma de decisiones viene finalmente determinada por todos los actores que intervienen en el proceso, los anteriormente citados y otros muchos menos visibles, y es el resultado final de las presiones de unos u otros ejercidas sobre el sistema sanitario por distintos medios, no siempre legítimos y pocas veces transparentes. Es evidente que no todos los actores tienen la misma fuerza y capacidad de presión y que el resultado final es la resultante de la suma de las presiones ejercidas por todos ellos independientemente de que dichas presiones sean legítimas o ilegítimas.

El avance del conocimiento científico a través de la investigación de nuevos fármacos pone a disposición de la sociedad avances terapéuticos que, finalmente, se incorporaran a la práctica clínica, pero no es menos cierto que en muchas ocasiones los nuevos fármacos no aportan avances terapéuticos significativos y, a pesar de ello, se posicionan en el mercado y, dependiendo de la capacidad de presión de la industria farmacéutica terminan siendo aprobados, introducidos en la práctica clínica, financiados por la sanidad pública y prescritos por los médicos. No obstante, existen situaciones muy diferentes.

Una situación concreta es la que tiene lugar cuando fármacos que constituyen avances terapéuticospara enfermedades que afectan a un número reducido de pacientes, tienen un precio desorbitado, una situación que es cada vez más frecuente, especialmente en campos como la hematología, la oncología o la inmunología. ¿Debe financiarlos el sistema público? ¿Cuál es el límite razonable que el sistema sanitario puede pagar por dichos tratamientos? ¿Una vez aprobada su financiación y uso puede serlo en detrimento de otros tratamientos dado que los presupuestos sanitarios de cada servicio de salud u hospital son finitos?

Otra situación diferente es la que tiene lugar con los tratamientos que afectan a muchas personas como es el caso de enfermedades crónicas tales como Diabetes, Hipertensión, EPOC o Asma, por ejemplo.¿Que sucede con tratamientos para estas enfermedades comunes, con un precio mucho más razonable por tratamiento, pero que el montante global de su introducción en la cartera de servicios y financiación públicasupone también un coste elevado para el sistema?

Teniendo en cuenta que, como hemos señalado anteriormente, los presupuestos sanitarios son limitados y que no hay dinero para todo ¿deben limitarse los tratamientos financiados en función de la gravedad clínica del proceso o en función del número de pacientes afectados? ¿Deben limitarse en función del precio? Son situaciones opuestas, pero mucho más frecuentes de lo que pueda parecer y, en ocasiones, las decisiones sobre una de ellas determinan las decisiones sobre las otras. Es obvio que estas decisiones deberían tomarse por personas con el suficiente conocimiento científico, pero que no tuvieran ningún conflicto de intereses al respecto, pero en un mundo tan interrelacionado como ciencia, investigación, industria farmacéutica y medicina no es tan fácil como pudiera parecer visto desde fuera.

Si a ello se añaden los condicionantes políticos que determinan los presupuestos y que a través de los gestores tratan de disminuir el gasto sanitario, pero con una gran habilidad para no enfrentarse a los ciudadanos que pudieran estar afectados por una decisión política de no autorizar determinados tratamientos, el problema se complica aún más y se termina trasladando la presión a los propios médicos prescriptores que tienen también sus propios condicionantes a la hora de tomar decisiones al respecto, aunque en este caso, afortunadamente, la toma de decisiones está dejando de ser individual para ser adoptadas por comisiones clínicas, no sin resistencias individuales a la perdida de la capacidad de prescribir.

Existe menos información del papel que pueden jugar las asociaciones de pacientes y cómo influyen en ellas los juegos de intereses de todos los participantes en el proceso. Es de suponer que actúan como agentes de presión en función de los intereses de sus asociados, pero es de suponer igualmente que también reciben presiones de algunos de los agentes anteriormente citados.

Sin lugar a dudas los criterios que deberían primar en la toma de decisiones son el beneficio indudable del paciente, cosa que no siempre sucede, junto a la ausencia absoluta de conflictos de intereses, pero aún en esos casos, y asumiendo un comportamiento ético por todos los participantes en el proceso, cosa que no siempre tiene lugar, ¿dónde y para quién están los límites?¿Quién los pone y quién vigila que se cumplan?

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