«Tú y yo, siempre juntas»

Una promesa de una hija a su madre se transformó en una historia de amor y abnegación
Una mujer empuja una silla de ruedas. Foto. Pixabay.

 

[dropcap]E[/dropcap]l amor de una madre por sus hijos siempre es abnegado. Una madre siempre hará lo que sea necesario por proteger a sus hijos y por asegurar su bienestar. Esta historia, la de Isabel Martín, muestra lo que los hijos podemos hacer por nuestras madres que siempre nos cuidaron: devolverles su amor.

Por: David García-Cervigón Romero de Ávila

Isabel Martín fue hija única. Su padre, guardia civil, su madre, ama de casa. Vivieron entre Valladolid y Salamanca, su padre quería asegurarle un futuro y buscó los lugares propicios para que ella pudiese estudiar. Una vez concluyó sus estudios emigró a Córdoba para trabajar.

«Comencé a trabajar en 1982 en una Escuela de Turismo. Pero a los tres años se cerró el negocio», explica Isabel Martín. Los trabajadores manejaron varias opciones, y ella, junto a otros compañeros, decidieron formar una cooperativa de la enseñanza.

«Los profesores éramos los dueños del colegio. Alquilamos un local, compramos las instalaciones de un antiguo centro y con nuestro sudor y lágrimas lo sacamos adelante», cuenta Isabel Martín. La única ayuda con la que contaron fueron algunas subvenciones de la Junta de Andalucía, el resto corría de sus bolsillos.

Pintaron ellos mismos el colegio, pues no tenían dinero para contratar a personal. «Los primeros años fueron muy duros, pero teníamos lo más importante, los alumnos», reccuerda Isabel Martín. El colegio prosperó lentamente, tanto, que fueron los primeros en disponer de servicios de informática.

«Empezamos doce profesores y ahora hay más de treinta», enumera Isabel Martín. Pero lo que más le gustaba a la profesora no era la parte de la enseñanza: «había estudiado empresariales. Yo me encargaba de coordinar la cooperativa, la parte financiera. Así cubrí ese gusanillo».

Un día todo cambió. Isabel Martín se preparaba para viajar de Salamanca, lugar donde vivían sus progenitores, cuando su padre falleció de madrugada. «Mi madre se quedó muy mal, fue un trauma para ella», señala Isabel Martín.

Unas manos. Foto. Pixabay.

Es aquí cuando nace una promesa que Isabel Martín mantendría siempre, sin importar las adversidades que se presentasen. «Le dije a mi madre: tú y yo, siempre juntas. La cogí y me la llevé conmigo a Córdoba».

Nada fue fácil desde el principio. Su madre, Hermenegilda González, no conocía a nadie en Córdoba y fue duro para ella cambiar de ciudad. Al año empezó a sufrir ictus, «la fue minando, pasó la de dios la pobre mía», relata Isabel Martín.

Los problemas no hacían más que aumentar. «No hablaba, lo intentamos con logopedas, fisioterapeutas para que volviese a andar. Luego aprestamiento de vértebras, se rompió un brazo, luego la pelvis. Solo tenía 75 años, pero estaba traumatizada tras fallecer mi padre», recordó Isabel Martín.

Pero una promesa y un amor incondicional las unía: «“tú y yo, siempre juntas”», ninguna circunstancia las separaría, Isabel Martín no lo permitió. Siguió cuidando de su madre.

«Cuando me jubilé volvimos a Salamanca. Pensé que al volver a su tierra le haría feliz, pero ya estaba muy mal. No sé hasta que punto se dio cuenta de que habíamos regresado. Llegó la pandemia y permaneció aislada con su madre aquellos duros meses que no fueron fáciles: «me manejaba muy mal, me costaba mucho cuidarla».

Después del confinamiento siguió empeorando. En un mes, Hermenegilda necesitó ingresar cuatro veces tras varios ictus. «Dejó de comer. Esta fue la parte más horrible para mí, fue necesario colocarle un PEG», dijo Isabel Martín.

Tras las múltiples complicaciones de salud de su madre, esta hija recibió el consejo de internar a su madre en una residencia. «Me dijeron que allí tendría todo lo necesario para cuidarla». Y así lo hizo, pero con aquella promesa de por medio: «“tú y yo, siempre juntas”».

Esta fue la parte más especial de su promesa. No dejaría a su madre sola en una residencia, ingresó con ella, “siempre juntas”. Renunció a parte de su libertad con tal de permanecer unidas.

«Fue muy duro, no es nada agradable, hay que ser realistas, la gente va cuando tiene problemas. No me quejo de la residencia, era magnífica. El problema es lo que le rodea, lo que conlleva estar allí adentro», dijo Isabel Martín.

Pero para esta hija solo importaba una cosa: «tenía que estar con ella. Si yo no hubiese estado allí, habría sido mucho más traumático para mi madre. Hasta para dormir me necesitaba. Ella me decía “madre”, y yo le respondía “aquí estoy contigo, duérmete”. Y así dormía», recuerda Isabel Martín.

La estancia en la residencia CleceVitam San Antonio duró cuatro meses, aunque Isabel Martín pensó que estarían mucho más tiempo: «La gente que estaba a mí alrededor veía muy mal a mi madre, yo no lo percibía. A veces quien está más cerca no ve la realidad o simplemente no quiere hacerlo».

Ruth Sanz, Alfredo Mozos y Estíbaliz de Frias, responsables de la residencia Clece Vitam San Antonio, en Salamanca.
Ruth Sanz, Alfredo Mozos y Estíbaliz de Frias, responsables de la residencia Clece Vitam San Antonio, en Salamanca. FOTO. Archivo.

Después de este periodo de tiempo tuvieron que ingresar de nuevo en el hospital. «La vimos que respiraba mal. Fuimos al hospital, la sedaron, y al día siguiente falleció». Su consuelo es que «no sufrió. Estaba dormida casi todo el día y no se quejaba. Lo que no soporto es ver el dolor de una persona, al menos ella no sufrió», recordó.

La historia finalizó, lamentablemente. Pero aquella promesa, «“tú y yo, siempre juntas”», se cumplió. Hermenegilda González murió acompañada por el amor de su hija, siempre unidas.

Isabel, ¿cómo era su día a día en la residencia?
Me levantaba por la mañana y le daba de desayunar. Teníamos que esperar media hora y las auxiliares la duchaban. Del resto del aseo me encargaba yo, para algo estaba allí. Después, aprovechaba para salir un par de horas a casa y mi madre se quedaba en una sala especial para gente delicada de salud. Los últimos días, al verla que empeoraba, no salía de la residencia.
Regresaba a la hora de comer y comíamos juntas. Me daba algún paseo por los pasillos, pues estos eran muy largos. Soy diabética y necesito hacer algo de ejercicio. Me echaba una pequeña siesta, y a las seis de la tarde llegaba una chica que tenía contratada para que acompañase a mi madre. Regresaba a las nueve, mientras ellas habían estado paseando (mi madre en silla de ruedas) y yo culminaba el paseo hasta que volvíamos a la residencia para cenar.
La metíamos en la cama, y poníamos la tele hasta que nos dormíamos. Los fines de semana me quedaba con ella todo el día.

¿Qué era lo que más echaba de menos al estar internada con su madre?
Mi casa y mis cosas. Pero en la residencia se portaron muy bien conmigo, me dieron un trato especial. Por ejemplo, me permitían comer en la habitación con mi madre, entraba y salía cuando quería e incluso me permitieron dejar a una chica con ella cuando yo abandonaba la residencia.
No considero que sea un caso único. Había algunos matrimonios internados donde uno de la pareja estaba perfectamente pero el otro sí que estaba mal. Tal vez, lo que mi situación tenía de especial, fue que era una hija que acompañaba a su madre.
Mis circunstancias me favorecían el poder estar allí. No tengo ni hijos ni marido, podía permitírmelo. Es mucho más fácil de lo que parece, y al final estar con mi madre era lo que quería.

Para concluir, Isabel Martín dejó un mensaje para todos los auxiliares y trabajadores de las residencias de ancianos: «mis felicitaciones para ellos, es un trabajo muy duro y no llegamos a saberlo hasta que lo vemos con nuestros propios ojos. Chapó por ellos».

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