[dropcap]E[/dropcap]l insulto como arma política está a la orden del día, se insulta porque sí, sin que sea necesario, oportuno o pertinente, especialmente por parte de quienes carecen de argumentos y, como no tienen nada que transmitir, se esconden detrás de los insultos, pero, además, tanto el insulto oral como su forma de expresarlo, el lenguaje no verbal, cada vez son más agresivos, podrían calificarse de violencia verbal y gestual,e incurren frecuentemente en la injuria.
Para Cicerón el argumento ad hominen estaría justificado solo en situaciones excepcionales y siempre en defensa de la Democracia y la República. Se podría entender, de alguna manera que, cuando el insulto carece de agresividad, no ataca directamente a las personas y tiene cierta agudeza o ingenio, podría tener cabida en el debate político. En ocasiones ha formado parte del lenguaje del parlamento y grandes parlamentarios lo han utilizado para desarmar al adversario, evitando que el insulto oculte el propio mensaje, pero utilizándolo siempre con una finura de la que carecen los voceros actuales que recurren al insulto, precisamente por su falta de argumentos y desconocimiento de la propia lógica del discurso en el sentido aristotélico, y también por sus carencias en el arte de la retórica, carencia de recursos oratorios, en suma. El problema radica en definir y establecer el umbral tolerable que, en mi opinión, se ha sobrepasado con mucho en España en los últimos años.
El discurso político debe ser una forma de comunicación persuasiva. Es preciso sosegar el discurso y evitar la normalización del insulto en la vida política y social, una forma de lenguaje tóxico que solo busca la descalificación y destrucción del rival, atenta contra la convivencia democrática y se transmite al comportamiento de determinados sectores sociales, especialmente medios de comunicación y tertulianos que han hecho del insulto y la injuria su modus vivendi, pero que también se contagia a ciudadanos de a pie que se mimetizan con el lenguaje de quienes insultan.
Amparar el insulto en el Parlamento en la inviolabilidad parlamentaria recogida en el artículo 71 de la Constitución contribuye al sentimiento de impunidad de quien insulta; ampararlo fuera del Parlamento en el artículo 20 referido a la libertad de expresión es otra (una más) interpretación perversa de la Constitución.
Otro componente habitual del lenguaje político pasado y actual es la mentira, que se utiliza por políticos frustrados, carentes de recursos para refutar con argumentos al oponente político. Aunque ejecuten la mentira con la sonrisa en la cara, están menospreciando la inteligencia de la ciudadanía más responsable y mejor informada. Este proceder tiene un riesgo para quien lo practica: acabar creyéndose la propia mentira y actuar como si fuera verdad generando una espiral de autoengaño. Amparar la mentira en la libertad de expresión e información no es más que una perversión consentida del espíritu constitucional de ambos preceptos. Escribe la profesora Verónica Yazmín que “el privilegio humano de mentir no está exento de límites; como tampoco es ilimitada la libertad de expresión y de información”.
Pero en política la utilización de la mentira no es solo un recurso personal de políticos poco capacitados o con baja estatura moral, forma parte de la lógica de la desinformación y, hasta hace no demasiado tiempo, la única condición para que mentir resultara útil es que la mentira fuera verosímil. Ahora ya no es necesaria la verosimilitud, la ausencia de pensamiento crítico en la ciudadanía la hace prescindible.
Se miente por mentir, se miente y mienten más aquellos que tienen incontinencia verbal, dados al hablar por hablar, inmersos en una espiral interminable, que han hecho de la mentira un arte y lo ejercen con un desparpajo apabullante. Se miente en el Parlamento, se miente en las entrevistas en los medios y en los debates televisivos, y se miente de forma reiterada, sin pudor ni vergüenza y sin ningún sentimiento de culpa por hacerlo. Se normaliza la mentira de forma que su uso por políticos y partidos no se considera deshonroso.
Los dichos populares de que “la mentira tiene las patas cortas”, o que “se coge antes a un mentiroso que a un cojo” han dejado de ser ciertos en política. Las mentiras políticas se propagan por los medios de comunicación que, en su inmensa mayoria,están dispuestos a asumir el discurso de la mentira y se convierten en voceros que no solo no sitúan a los mentirosos ante el espejo de su mentira, sino que las amplifican y propagan. Unos y otros, políticos y pseudo-periodistas, faltan al respeto a los ciudadanos y contribuyen con sus mentiras al descrédito de la política, las instituciones y de los propios medios de comunicación.
El tercer factor determinante de la involución del mensaje político es la búsqueda del aplauso fácil, aplauso obligado de los meritorios en el aparato de los partidos y aplauso de los incondicionales que sujetan el suelo electoral de cada partido. La pérdida de sensibilidad social de los ciudadanos hace que, precisamente, sea el insulto fácil, e incluso el insulto soez, el más aplaudido y replicado en las redes sociales. Es, precisamente, esa parte de las redes integrada por activistas voluntarios la más visible, dado que una inmensa mayoría de los ciudadanos, aun siendo activos en las redes, no consideran necesaria ni oportuna la réplica a los activistas del insulto y la mentira, generalmente enmascarados tras “alias” para no tener que dar la cara ni afrontar la responsabilidad de los insultos que profieren, por lo que encuentran el campo libre y se sienten impunes (la Justicia tiene mucha responsabilidad en ello) y, probablemente, muchos se crecen y se sienten “héroes” destinatarios de los aplausos.
El pasado día 21 de octubre Marta Flich en el HUFFPOST escribía que “la politización de la justicia, el perenne apocalipsis y la apropiación de avances sociales son instrumentos de la antipolítica que cada día se encuentran más extendidos”. Me permito añadir a su lista el insulto y la mentira que, como ella señala, “todo vale con tal de compensar la escasez de talento e ingenio de los políticos de turno”.