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Opinión

Panorama desolador

Congreso de los Diputados. Foto. Congreso_Es.

[dropcap]P[/dropcap]arece mentira que hayamos cumplido el duro arresto domiciliario que nos tuvo claustrofóbicamente cautivos entre cuatro paredes. Parece mentira que en estos inicios del siglo XXI hayamos recibido (sin saber de dónde brotó el desastre) la gran lección de que un minúsculo bicho, que sortea nuestra pobre visión humana, puede poner a toda la humanidad en el espantoso ridículo de no saber cómo jugar al escondite con la muerte.

Y ahora vamos descubriendo lo que sospechábamos, cuando veíamos cómo las leyes se amaneraban para tomar decisiones que tapaban carencias y contrasentidos. Todo para no dejar a la vista esa escasez de compostura intelectual que delata cómo los señorones de la política son incapaces de asumir que los grandes temas de estado han de ser intocablemente compartidos por quienes están obligados a defender, por encima de todo, el estado de derecho. Pero el partidismo de andar por casa, con toda la caterva de devotos y adoctrinados seguidores, han de vivir para nuestra desgracia en ese permanente estado electoral que les empuja a la desavenencia y al contrataque continuo. Todo por el sagrado voto que da poltronas y prebendas.

La desesperanza crece cuando vislumbramos cómo, en el paisaje brumoso de la política, quienes ostentan el poder legítimamente (pese a taponazos de nariz y hemerotecas viciadas de olvido) y quienes aspiran a dar el pelotazo democrático en las urnas, se revelan como una banda de lerdos que no ven más allá de sus anhelos moncloínos.

El gran problema de este panorama desolador que sufrimos, es ese silencio cobarde de la extensa maraña de políticos que viven en la oscuridad de sus tranquilidades, mientras reconocen, en los ámbitos privados, que quienes llevan las riendas del carro nos conducen hacia el precipicio, a base de estrafalarias decisiones que denotan una falta de preparación escandalosamente pública y notoria.

Dicen, se desdicen y acomodan en mil ocurrencias propias de charlatanes de medio pelo, sin un centímetro de dignidad, que les sonroje cuando les recordamos su palabrería de carnaval en las hemerotecas que les retratan.

Es difícil entender que la gente ilustre y preparada siga en los acomodos silenciosos de los partidos, mientras los indoctos manejan el pesebre de nuestras cuestiones.

Al recordar los debates televisivos de los 80 entre aquellos parlamentarios que te hacían meditar cuando razonaban sus palabras con argumentos de peso, fuesen de la derecha o de la izquierda, tienes que preguntarte ¿pero qué carajos nos ha pasado?

Nos hemos metido en este tiempo en que los pequeños partidos, aderezados por un vendaval de diversas e imprevisibles corrientes, son imprescindibles para que el PSOE, legitimamente (vía Constitución) pueda gobernar, mientras que, enfrente, el PP se enfrasca en alocadas aspiraciones personales que pueden pasar a medio plazo una impagable factura.

De momento, lo de que los dos grandes partidos acuerden y firmen alianzas de estado es cosa de soñadores y de otros países que nos sacan un talego de años en esa tarea de la difícil y compleja construcción democrática.

Mientras tanto, aquí sigue el regodeo de si es derogación o apaño lo de la mecha que haga explotar el cohete patrio, de tal forma que continuemos atolondrados entre tanto ruido.

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