[dropcap]E[/dropcap]l balcón de la cocina de mi casa familiar salmantina ha sido siempre un lugar privilegiado por las vistas que tiene. Orientado hacia el sur y el suroeste, tiene como horizonte los Montalvos, ese pequeño bloque montañoso de pizarras y cuarcitas muy arrasado por le erosión que flanquea por el sur el paso del río Tormes.
El horizonte que se divisaba fue una fuente de aprendizaje, cuando mi madre me señalaba la silueta de la Peña de Francia, visible en los días más claros. O cuando me decía que los atardeceres de colores cálidos anunciaban días soleados. E incluso cuando me decía que las lluvias venían por los Montalvos, cuando se veían esos cielos que se iban oscureciendo. Y de las dos últimas cosas no erraba, porque, aun desde su inconsciencia cognitiva, lo que reflejaba era una realidad meridiana. Y es que es desde el oeste de donde proviene la circulación atmosférica general que afecta a nuestro continente y de ahí que pudiera intuir lo que podía ocurrir cada día siguiente o que captara que iban a llegar lluvias, lo que la llevaba a recoger la ropa tendida en el balcón.
Sí, un balcón desde el que también he sido testigo de cómo ha ido cambiando en parte el paisaje a lo largo de los años. Aunque con un gran consuelo: el de poder seguir contemplando los atardeceres, tantas veces encendidos por sus coloraciones cálidas, en el momento en que el sol se va ocultando.
El primero de esos cambios en el paisaje fue la aparición por la izquierda de lo que durante mi niñez y juventud llamábamos «el Ambulatorio». Lo habían ubicado en la cuesta de San Vicente, la subida empinada desde el río Tormes que bordeaba por el oeste el cerro del mismo nombre, que es, a su vez, el núcleo histórico originario de la ciudad. Inaugurado en 1965, fue el primer complejo sanitario público de la ciudad, formado por el edificio de las consultas externas, esto es, el Ambulatorio propiamente dicho, y la residencia hospitalaria, que recibió el nombre de Virgen de la Vega. Corrían los años del desarrollismo del régimen franquista, cuando, con un retraso de más de una década en relación a los países de la Europa occidental, se decidió crear un sistema de salud cuasi universal, basado en las cotizaciones obligatorias a la Seguridad Social por parte de las empresas.
Con «el Ambulatorio» surgió, así, un imponente bloque de hormigón de color blanco, complementado por una cristalería azul en sus ventanas, que se erigía como un coloso. Y por delante, ese bosque de antenas de televisión, acompañadas de alguna que otra chimenea, que se fue levantando sobre los tejados rojos de los edificios del barrio. Eran los tiempos -los sesenta y los setenta- en que los televisores se convirtieron en el aparato rey de cada casa. Símbolos de la modernidad, como lo fueron las lavadoras, los frigoríficos y también los teléfonos -de cable, por supuesto-, aunque en lo más alto de la jerarquía doméstica. Estaban situados en el corazón de los hogares -el comedor o la sala de estar- y sobresalían al exterior a través de esos cables blancos colgantes sobre las fachadas y esas antenas metálicas levantadas sobre los tejados.
Me llegó el otro día un correo de mi amigo Chema, veterano ecologista y compinche por los años ochenta en las andanzas en el Comité Antinuclear de Salamanca. Me informaba de un acto que se va a celebrar próximamente en protesta por lo que está ocurriendo en el entorno hospitalario situado en la cuesta de San Vicente. Lo que fue el Hospital Clínico, inaugurado en 1976, ha sido sustituido recientemente por un edificio nuevo y contiguo, junto al río. Sobre el viejo, que será derruido, se levantará otro nuevo para consultas sanitarias externas. Y el edificio de lo que fue el primer hospital público y primer ambulatorio de Salamanca, el Virgen de la Vega, se irá abandonando, sin que se sepa todavía qué hacer con él. Una nuestra, una vez más, de la forma que tiene el PP de gastar el dinero público: la concesión permanente de obras a las empresas privadas para su beneficio, sin contar con esas mordidas para otros fines que son tan frecuentes. No importa el coste, aunque luego se lleven a cabo recortes en lo primordial: la atención primaria, las especialidades médicas…
No sé cuándo la mole blanca y azul dejará de formar parte del paisaje del balcón familiar. Ya desde hace años el bosque de antenas sobre los tejados rojos fue dando paso -para bien- a unos postes metálicos de menor densidad. Las chimeneas siguen presentes, aunque, desaparecidas hace muchos años las chapas de las cocinas, ya apenas sin funciones. Pero, ante todo, sigue permaneciendo el horizonte en el que los Montalvos se erigen en la última barrera que cruza el sol cuando se va escondiendo para dar paso a la noche.
Por: Jesús Mª Montero Barrado. Comité Antinuclear y Ecologista